• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El vacío de imaginación y lucidez suele rellenarse, con infalible horario, de rutinaria mediocridad que embiste, con porfiada osadía, contra el sentido común, la razón y el buen decir. Y, para colmo, sus legiones lo hacen con la petulancia de los que nada saben, o muy poco, pero creen saber todo. Es el camino que irremediablemente conduce a esperpénticos devaneos, a perogrulladas repetidas con devoción sacra y monosilábicas respuestas ante cualquier pregunta o consulta que requiere demostrar la presencia de yodo en el organismo. La ausencia de creatividad empuja a la reproducción de lo escasamente leído o vagamente escuchado al pasar. Es el constante ritornelo de dictados mal aprendidos y peor repetidos. Centones armados con fragmentos ajenos, sin originalidad y sin acreditar fuentes ni autores. Algunos no intentan siquiera disimular su lustrosa ignorancia, porque ni asumen conciencia de su condición. Otros, sin embargo, pretenden suplir sus frágiles conocimientos mediante ampulosos (hinchados y redundantes) cuan decadentes discursos, que les permitan travestir sus limitaciones con el ropaje de una impostada y fraudulenta intelectualidad.

En ese batiburrillo orgiástico de enajenación narcisista, de delirante arrogancia y de escatológicas presunciones (con grado de hipótesis de cumplimiento necesario), de tanto en tanto, intentan empollar nuevamente sus defectuosos huevos abrigados por una pestilente ciénaga de insidiosas especulaciones. Ocurre en toda la sociedad, pero es en la política donde adquiere contornos de más notoriedad por la diaria exposición de sus actores en las góndolas de ofertas de los medios de comunicación, porque son el escándalo, la posverdad y la cultura de la cancelación (o la invisibilidad del otro) los que más atraen la atención literaria y la morbosidad del público, por lo que el mensaje se convierte en mercancía, antes que promover la seriedad, el rigor y la emancipación expresiva de la ciudadanía. Y, así, la degradación ética cumple su inescrupuloso cometido y atenaza el círculo constrictor que atenta contra los valores de la dignidad, la coherencia y la rectitud.

Las excepciones, que siempre las hay (soy un convencido de su esperanzadora presencia), quedan sepultadas bajo una avalancha de medianías y atrevidas improvisaciones. Y aquí se impone otra salvedad: dentro y fuera de la política he tratado con personas de escasa o nula formación escolar, pero inmensamente ricas en convicciones e integridad. Así como he conocido a otras cuya pobreza se traducía en la angustiante desesperación de tener cada día más.

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Pero es en la política, repito, donde las excrecencias parasitarias encuentran el caldo para su cultivo y multiplicación. Como las aves que se acostumbraron a usurpar nidos construidos por otros, estos personajes se afanan en inficionar proyectos ajenos, procurando insertar una cuña, untada de discordias e intrigas, para resquebrajar sus cimientos. Son como amebas que precisan de otros cuerpos para sobrevivir. Pero, más que nada, de las ubres del Estado para alimentar sus ambiciones y satisfacer sus descontroladas y ocultas pasiones. Así que, desde mucho antes del 30 de abril de 2023, día de las elecciones generales, se desató una campaña para que el eventual ganador, Santiago Peña, haga un corte administrativo para iniciar su gestión sin la cercanía del ya electo presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana, Horacio Cartes. Y ahí entrarían los viejos pescadores de ríos revueltos.

El periodismo de precisión y la memoria activa, lamentablemente, nos obligan a enhebrar con hilos gastados. Digo esto porque la idea de insistir en que el presidente de la República, Santiago Peña, tenga su propio movimiento interno, abriéndose de Honor Colorado, liderado por Horacio Cartes, por las razones ya expuestas, tiene una fuente original sobre la cual ya escribí hace exactamente un año. La paternidad le corresponde a Nicanor Duarte Frutos, quien todavía ejercía la dirección de la Entidad Binacional Yacyretá (EBY), cuando el 1 de mayo de 2023 declaró que “no es descabellado que pueda surgir el ‘peñismo’”, pues el electo mandatario necesitaba “desprenderse de la figura de Horacio Cartes, un político devaluado” que tuvo “algún prestigio en el pasado”, pero que ya no es “el hombre del 2018 ni del 2013.

Ya no tiene la aureola de hace cinco años y menos de hace diez años”. Como su técnica de siseo serpentino e intrigante al oído de sus potenciales víctimas no prosperó, no tuvo escrúpulos para girar la orientación de su discurso. Porque, cuando de la matriz preñada por el “mariscal de la derrota” nacieron nuevas versiones sobre el mismo tema, desde la otra vereda, con el diagnóstico que confirma la esquizofrenia, remató: “No veo un peñismo en marcha ni un cartismo exacerbado (…) Como la oposición no tiene forma de seducir a nadie, ni a sus propios correligionarios, tratan (sic) de plantear temas que no tienen ninguna sustentación seria, ni fundamentos políticos” (La Nación, 13 de noviembre de 2023). Sin querer, se estaba describiendo a sí mismo. El rostro más nefasto de la miseria política.

Cartes comprendió el santo y seña de nuestra política tradicional con el ritmo de un velocista de cien metros llanos. Es consciente de que, con Duarte Frutos, la traición es solo cuestión de esperar. El pasado del “antiguo relator deportivo convertido en millonario” (investigación de Abc Color, 20 de junio de 2020) lo desnuda y delata. Mientras llega ese momento, lo tiene ahí como trofeo de exhibición y señal de domesticación de quien fuera su más furioso y airado detractor. Peña, por su lado, un técnico calificado, está asimilando las primeras letras del abecedario político. Ojalá le alcance el tiempo para llegar a separar la escoria del pulido metal de la virtud y la honestidad. En política, la estrategia “leseferista” puede resultar muy costosa a futuro. Buen provecho.

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