• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La universidad no es un fin que se agota en sí mismo. De ser así, estaría traicionando su espíritu y desvirtuando su esencia. Es la levadura que habrá de fermentar las masas para asumir conciencia de su propio destino histórico. De no ser así, solo contribuirá –como ocurría en el pasado– a reproducir el círculo cerrado de una élite que privilegia la continuidad y el progreso de su propio linaje. Aunque abierta hoy a diferentes capas sociales, la ausencia de una responsabilidad con la vida colectiva de un pueblo apenas servirá para que los egresados con un título superior repliquen los abusos e injusticias, esta vez, en contra de su antigua clase. El verdadero aprendizaje y la auténtica lucha empiezan cuando uno se despoja de su toga y viste el overol del intelectual o profesional comprometido con la suerte de los más pobres y vulnerables. De lo contrario, tendría que sentarse a escuchar “Canción de harapos” de Silvio Rodríguez y a compadecerse de sí mismo. Si no es capaz, la universidad, de formar ciudadanos y líderes, entonces, habrá fracasado estrepitosamente en su misión.

“La disposición de espíritu con la que se ingresa a la universidad nunca debería perderse”, señalaba en julio de 1918 Deodoro Roca, uno de los ideólogos más emblemáticos del movimiento reformista de Córdoba. Y con cruda puntería, afirmaba: “Nada más doloroso y trágico, en la historia de la servidumbre, que la servidumbre de la inteligencia, la servidumbre de la cultura, de la profesionalidad de la cultura”. Y concluye con una realidad que sigue siendo nuestra, a más de cien años de aquella proeza estudiantil: “Mientras la escuela no modifique sustancialmente sus bases, las universidades no serán más que fábrica de títulos o vasta cripta en donde se sepulta a los hombres que no pueden llegar al Hombre”.

La Reforma Universitaria de Córdoba estaba cargada de fundamentos ideológicos y filosóficos. Apuntaba a combatir las influencias de los textos exóticos y con pretensiones de coloniaje (los “virreinatos del espíritu”), creando, al mismo tiempo, una conciencia americana que trascendía los intereses de la dominación extranjera a través de las aulas.

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Las exigencias de los líderes universitarios fueron realmente revolucionarias: autonomía universitaria, apertura a las clases sociales menos favorecidas, docencia libre (dos o más profesores de la misma cátedra), asignación de profesores mediante concurso de méritos y con participación de los representantes estudiantiles, revisión crítica de los programas académicos, investigación científica, democracia universitaria (derecho a ejercer la crítica sin consecuencias represivas) y la extensión universitaria que debe interpretarse como “los vínculos de una cultura superior sin privilegios que se proyectase al encuentro de los sectores sociales marginados de la educación” (Eduardo Pastrana Rodríguez, profesor emérito de la Universidad Santiago de Cali, Colombia).

Más innovador aun, relata el mismo autor, los jóvenes reformistas defendieron la creación de un instituto de formación universitaria para los obreros, que funcionaría bajo la dirección de los estudiantes. Definitivamente, este hecho debería ser materia obligatoria en todas las facultades del Paraguay, aunque sea un semestre o en formato de seminario. Y el “Manifiesto Liminar”, examinado palabra por palabra por todos los docentes y estudiantes, no solamente por los de la Universidad Nacional de Asunción.

Al otro lado del compromiso se encuentra la indiferencia. La Reforma de Córdoba fue un acontecimiento trascendental que luego se expandió a toda América Latina, pero no era suficiente. Así lo entendieron sus líderes más prestigiosos. La política era el camino para promover la transformación social de su país. Roca activa en el Partido Socialista y el ya ingeniero Gabriel del Mazo fue uno de los fundadores, en 1935, de la Fuerza Orientadora Radical de la Joven Argentina (FORJA), junto a Arturo Jauretche, Homero Manzi, Atilio García Mellid (autor de los dos tomos de “Proceso a los falsificadores de la historia del Paraguay”, sobre la guerra contra la Triple Alianza) y el intelectual correntino, también ingeniero, Raúl Scalabrini Ortiz. Fue una de las épocas más fecundas para el pensamiento, la cultura y la acción política del vecino país. De sus encuentros, en calidad de oyentes, participaban los exiliados en Buenos Aires: Natalicio González, Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis Alberto Sánchez (estos dos últimos de la Alianza Popular Revolucionaria Americana –APRA– de Perú). Precisamente Sánchez, en su libro “Reportaje al Paraguay”, describía a aquel grupo como abrazados “a un nítido antiimperialismo; combatían el capital inglés y norteamericano; propugnaban con ardor la unidad latinoamericana; atacaban el latifundismo y a la oligarquía”. La antigua rebeldía universitaria se extendía ya a toda la sociedad por otros medios.

Nuestro sistema educativo nacional, incluyendo la universidad, continúa produciendo títulos, pero no ciudadanos. No ha logrado encaminar a los estudiantes hacia “una acción militante” y, consecuentemente, no toman “partido frente a la realidad social”, quedando “indiferentes ante la justicia atropellada, la libertad conculcada, los derechos humanos violados y el trabajador explotado” (Francisco Gutiérrez, “Educación como praxis política”). “El triunfo de la causa obrera no es posible sin hacer política”, advertía en 1916 el doctor Ignacio A. Pane. Esto vale para todos los sectores. Los líderes estudiantiles del pasado no se convirtieron en los imprescindibles líderes que nuestra realidad reclamaba para su giro radical. Esta vez he anotado los nombres de los representantes de la última movilización universitaria. Los buscaré dentro de cinco años, si todavía ando por aquí. Confiaré en que no serán absorbidos por el sistema. O que, detrás de un cómodo teclado o una confortable oficina, no se limitarán a criticar simplemente a los impresentables de siempre a quienes dejaron las puertas abiertas. Buen provecho.

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