• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Varios años atrás, en algún lugar había leído: “La revolución no se hace en las universidades, sino desde las universidades”. Me suenan dos nombres de intelectuales como posibles autores de tal afirmación (uno venezolano y el otro peruano), pero evitaré citarlos para no originar eventuales correspondencias equívocas en el futuro. Pero la frase es real. El artículo, publicado en una revista –de esas que se extravían en mi propia hemeroteca–, reflejaba el descarnado proceso latinoamericano por el cual aquellos espíritus inflamados de rebeldía se convertían con el tiempo en profesionales indiferentes al drama socioeconómico y cultural de las mayorías históricamente explotadas y aplastadas por oligarquías criollas y multinacionales ajenas. “Éramos 400 los universitarios del grupo Avance, el más vigoroso de la izquierda chilena –relataría Salvador Allende en su icónico discurso ante los estudiantes de la Universidad de Guadalajara, México, el 2 de diciembre de 1972–; de los 400, solo dos quedamos en la lucha social”. Quienes hemos presenciado, en la década de los ochenta, el resurgimiento robusto de la insumisión cívica en las diferentes facultades de Asunción, sabemos que es así.

Apenas unos cuantos, muy pocos, una vez egresados, incursionaron en movimientos políticos o intentaron crear su propia organización partidaria como herramienta eficaz para operar el cambio real y sustantivo que el Paraguay reclamaba con sentido de urgencia. Y estamos hablando de jóvenes con un coraje admirable para enfrentar a un régimen que no tenía miramiento alguno para reprimir a garrotazos las más pacíficas manifestaciones de exigencia sectorial, que la dictadura interpretaba como un gesto de osada irreverencia a la autoridad. Para sus voceros, todos eran “comunistas” que pretendían desestabilizar el “gobierno patriótico” del general Alfredo Stroessner. Sus líderes, consecuentemente, eran sistemáticamente apresados sin más trámites que “la orden superior”. Contrariamente a lo que esperaban los esbirros de la barbarie, las movilizaciones volvían a cobrar fuerza y resistencia, esta vez para exigir la liberación de sus compañeros detenidos.

Cuando cae la dictadura estronista, el 3 de febrero de 1989, el Frente Independiente de Estudiantes de Ingeniería (FIEI) jamás había perdido una elección en la disputa por el Centro. De mi época de cronista recuerdo a Diego Corvalán Amigo, Hernando Basili y Gustavo Candia, este último llegó a ser diputado por el Partido Encuentro Nacional (PEN). El otro frente, el de Medicina, por el contrario, había sufrido una derrota provocada por la estrategia del retorno masivo de estudiantes que se encontraban en el exterior (Argentina), quienes contribuyeron para que el oficialismo se apoderara del gremio. Pero este dominio duró poco. Para mediados de los ochenta, el Centro de Estudiantes de Medicina estaba de vuelta en poder del FEM, de la mano de Carlos Filizzola. Tenía como aliados a Héctor Lacognata, Lilian Soto, Desirée Masi, Enrique Bellasai, entre otros. El Hospital de Clínicas, a través de su asociación de médicos, también empezó con sus demandas de mayores presupuestos. Ahí estaban Ursino Barrios, Francisco Perrotta, Juan Masi, Antonio Arbo, Aníbal Carrillo Iramain, José Bellasai, Amado Gil, Maricarmen Villamayor, Alfredo Boccia y otros cuyos rostros permanecen fijos en la memoria, pero no así sus nombres. Las enfermeras habían creado su propia asociación bajo el liderazgo de Elsa Mereles. El colega y amigo Yiyo Riveros tuvo la paciencia de documentar en un libro aquellos días gloriosos del Hospital de Clínicas.

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Esta ebullición de insurgencia pacífica se había extendido a otras facultades tradicionalmente copadas por estudiantes afines al Gobierno. Del sector de los colorados no alineados, Paraguayo Cubas sienta plaza en la Facultad de Derecho y José Alberto Alderete en la de Economía. Aun más entusiasmados, un grupo de egresados de la Universidad Nacional de Asunción y de la Católica, con varios dirigentes sociales, fundan el Movimiento Democrático Popular (MDP), convertido luego en partido político. Absorbido por el proyecto Asunción Para Todos (APT), su más grande éxito compartido fue la victoria de Carlos Filizzola, en 1991, para convertirse en intendente de la municipalidad de la capital. Ni el uno por ciento de aquella generación talentosa y valiente optó por continuar la lucha por otros medios. Algunos, muy pocos, repito, sin embargo, decidieron donar su tiempo a los hospitales públicos a cambio de un salario que no se compadecía de sus categorías profesionales y especializaciones.

Volvamos al presente. Las protestas de los universitarios por la vigencia del Arancel Cero son legítimas, tan legítimas como el programa Hambre Cero en las Escuelas. Pero el planteamiento de derogar el segundo para mantener el primero, así como está encarado por los medios de comunicación y los líderes estudiantiles, me parece una actitud elitista. Y excluyente por aquel cántico de que “el que no salta es colorado”. Por lo demás, considero poco factible que estemos ante una generación estudiantil que va a transformar el Paraguay en los siguientes años. Tengo mis dudas, fundadas en la observación sistemática de los hechos, de que estos jóvenes puedan dar el gran salto de pasar de las reivindicaciones restringidas y puntuales a la lucha por los derechos sociales de las clases proletarias. Ya lo dijo alguien que sabe, Salvador Allende: “La revolución no pasa por la universidad, y eso hay que entenderlo; la revolución pasa por las grandes masas, la revolución la hacen los pueblos; la revolución la hacen, esencialmente, los trabajadores”. De aquellos 400 universitarios de ímpetus progresistas, lo cuenta el propio Allende, solo dos se inscribieron para luchar al lado del pueblo. El resto se dedicó a juntar dinero. Que tampoco es delito. Buen provecho.

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