Mi conclusión luego de analizar las legislaciones agrarias en el país es que estamos ante un mito que ya no puede seguir sosteniéndose: El problema de la pobreza está en que miles de familias no tienen tierra y que esta debe ser redistribuida por el Estado.

Las legislaciones en la materia se inician en 1904 con la ley de colonización, las leyes agrarias de 1918, 1926 y 1935, el Estatuto de 1940, la ley de colonización de 1948, el Estatuto Agrario de 1963 y la Ley n.° 1863 del año 2002. De un somero análisis de estas leyes se infiere una ecuación constante y perversa.

En todos estos largos años de intervención estatal, sinónimo de asistencialismo para crear una cultura de envidia y resentimiento hacia los que logran salir adelante con esfuerzo y cooperación es algo que necesitamos cambiar de una vez por todas. Esa envidia y resentimiento es un llamado para el populismo. El hecho que, por ejemplo, se hayan repartido más de 10 millones de hectáreas en todo el país, casi la superficie de un país como Holanda es para darnos cuenta que con esta política redistribucionista no está la respuesta correcta.

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En muchos departamentos como Alto Paraná y Canendiyú existen miles de lotes que no están titulados. Hay derechos precarios de propiedad lo que conspira contra aquellos que desean ser agricultores y no solo campesinos.

Pero la culpa de esta situación no se la debemos únicamente a la dictadura. El proceso democrático surgido en 1989 a esta parte, continuó por la misma línea de pensamiento que permitió la distribución de tierras por un valor superior a dólares 3.000 millones, dilapidados en la corrupción de la democracia.

Esto es triste y deplorable por donde se lo mire, sin embargo, no sucede por un acto de magia. Es el efecto de ideas equivocadas transmitidas en leyes y políticas públicas probadamente erróneas. Pasa que la mentada reforma agraria fundada en la distribución de tierras parecería ser beneficioso y “políticamente correcto”.

Hay un modo de terminar con este círculo vicioso. La solución está en los derechos de propiedad. El problema de los campesinos pobres en el Paraguay no es la falta de tierra y que se encuentren desamparados o en situación de indigencia, sino que carecen del derecho de propiedad. La puesta en práctica de un programa de titulación masiva de propiedades rurales también recaerá sobre los políticos populistas que hostigan el enfrentamiento antes que la cooperación.

Los agricultores con derechos precarios son el mejor caldo de cultivo para la violencia porque no tienen garantizados como propias las fincas donde trabajan. El agricultor que tenga su título de propiedad será menos proclive a las amenazas e invasiones de tierras.

La narrativa de los campesinos sin tierra utilizada por la politiquería populista se convirtió a lo largo de décadas en una creencia enraizada aun cuando no se basa en la realidad para mantener un modelo de redistribución de tierras al solo efecto de mantenerse como lo que es: una política pública fracasada y corrupta, cuyos efectos inciden en las conductas de las personas para seguir siendo campesinos cuando el paso debería ser de campesinos a productores agrícolas.

(*) Presidente del Centro de Estudios Sociales (CES). Miembro del Foro de Madrid. Autor de los libros “Gobierno, justicia y libre mercado”, “Cartas sobre el liberalismo”, “La acreditación universitaria en Paraguay, sus defectos y virtudes”, y otros como el recientemente publicado “Ensayos sobre la libertad y la República”.

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