Así como estudiamos la historia, sería lo más lógico que dentro de algunas centurias los analistas hagan un revisionismo de lo que dejó el siglo XXI, a no ser que a Putin o al desquiciado de Kim Jong-un se les ocurra jugar con sus misiles atómicos, incluso China prevé aumentar su arsenal y pasar de contar con 400 ojivas nucleares a 1.500 para el año 2035 y tener poder suficiente para ejercer presión y anexar Taiwán.
El mundo actual está peligrosamente polarizado, desde la península de Corea, el mundo musulmán, hasta Venezuela. Todos los líderes están ávidos de más poder y conquistar sin que les importen las consecuencias ni lo que en vidas pueda representar.
Bueno, el deseo de conquistar no es nuevo; desde la época de las cavernas con los clanes que buscaban mejores territorios, pasando por los hititas, los egipcios, los persas, los griegos, los romanos y vikingos se valieron de sus ejércitos y su armada para destruir organizaciones enteras para civilizar… y de paso enriquecerse robando.
El uso de la tecnología militar dio paso a un nuevo método de conquista, la religión, y así surgieron las Cruzadas, siempre con la misma intención, pero con diferente propaganda, con cristianos tratando de conquistar el suelo sagrado.
En América, los españoles enseñaron a los indígenas a “portarse bien” si no querían perder el Paraíso, usaron como arma el miedo, mientras saqueaban y mataban salvajemente en nombre de Dios; en tanto las poderosas flotas de Holanda, Portugal e Inglaterra rapiñaban con sus corsarios las naves cargadas de tesoros que surcaban los océanos.
Este método quedó obsoleto después de las guerras mundiales, entonces las grandes potencias utilizaron como arma el poder económico, el dinero, que más tarde dio paso a la conquista, ya no a través de países, sino de corporaciones multinacionales.
Con la televisión, la publicidad fue la nueva forma de conquista mediante costumbres implantadas como moda y ni los niños se salvaron de las comidas rápidas, del sobrepeso, del ocio y de las drogas. Fue apenas el comienzo.
Con la inmediatez del internet, en todo el mundo los jóvenes pasaron de una vida “real” al aire libre a encerrarse en su habitación, alejarse de los valores familiares y ser presa de los jueguitos y las redes sociales. La estrategia de esta forma de conquista convierte a quienes serían el futuro y esperanza de cada país en zombis que consumen TikTok, reels y que se deprimen si no obtienen likes en sus posteos.
Hace tres días, en el Congreso de EE. UU. obligaron nada menos que al director ejecutivo de Meta (Facebook e Instagram) a pedir perdón en cadena nacional a los padres, cuyos hijos habían sido víctimas de estas plataformas.
Mientras que en el país del norte las autoridades comienzan a entender el grave daño que la tecnología provoca en los menores, acá la preocupación radica en que los niños estudien y coman sin que los pseudoempresarios y políticos se aprovechen de ese negocio. Estamos muy lejos de proteger la salud mental de la población, casi ni nos percatamos del problema; sin embargo, los suicidios cada vez son más frecuentes y la locura de los feminicidios se dispara.
Tal vez dentro de 500 años los estudiosos se pregunten por qué las autoridades elegidas democráticamente se ocupaban más en robar y enriquecerse en lugar de cumplir con su deber de servir a los ciudadanos; por qué las mujeres eran tenidas de menos y por qué los jueces no hacían justicia; tal vez reconozcan la ambición desmedida como una enfermedad y ya tengan una cura. Así como hoy repudiamos la normalidad de la esclavitud en el pasado y tildamos a esos “comerciantes” de inaceptables, tal vez los seres humanos del mañana puedan aprender a valorar la vida. Mientras esperamos que llegue ese futuro, los motochorros navegan por las calles como tiburones que huelen sangre.