EL PODER DE LA CONCIENCIA

Hace tres días, el 24 de enero, el mundo estaba pendiente de lo que sucedía en Argentina con el paro convocado por “los trabajadores”. Por un lado, los aburguesados sindicalistas que defienden sus privilegios a costa de discursos de mentiras y por otro, los verdaderos trabajadores que soportan el rigor del nuevo gobierno que con la consigna de “no hay plata” justifica la desesperación ciudadana.

Para las viejas sanguijuelas, “la lucha” les resulta fácil ya que el nivel de criterio de la masa joven deja mucho que desear y es manipulable. Con medias verdades les hacen creer que Milei les roba los derechos ganados en décadas pasadas, aunque, en realidad esos derechos se diluyeron como el poder adquisitivo de la clase trabajadora. Pero los dirigentes les hacen creer que la injusticia económica que viven actualmente es culpa del nuevo gobierno. Y salen a la calle a manifestarse sin entender bien por qué.

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Adoctrinados con los reels y tiktoks, los jóvenes de hoy ya se ganaron el mote de “la generación sin talento”. Son adictos a la pantalla del celular y esclavos de los likes. Ese es su mundo. No piensan, no ejercitan su cerebro, no se capacitan, no leen, no tienen experiencias reales. Viven como zombis.

Otro 24 de enero, pero de 1944, nacía un hombre que hoy tendría 80 años. Un genio que esta generación no tuvo el privilegio de conocer, pero que con su talento revolucionó la forma de pensar de niños y jóvenes a quienes enseñó sobre mundos desconocidos, aventuras y valores de vida. Su nombre era Robin Wood.

Gracias al periodismo tuve la suerte de cruzarme con él en algunas ocasiones. Por ejemplo, una mañana fui a entrevistarlo en el hotel en el que se hospedaba en Asunción. Para mi sorpresa, desayunaba sandía. Claro, como por entonces vivía en un país helado como Dinamarca, esa fruta era difícil de conseguir allá. Así, sin querer, me enseñó a valorar lo que tenía y no me daba cuenta.

De charla fácil, me contó varias anécdotas y le mencioné que no sabía cómo un personaje suyo había perdido un ojo. Sonrió y tres meses después a través del correo paraguayo recibí una sorpresa desde Copenhague: era una edición de lujo, tapa dura, en italiano. Decía: “Una promesa es deuda. Ahora vas a saber cómo el tuerto perdió el ojo”. Y recordé lo que me había dicho, sobre la indignación de sus lectores, que le habían escrito reclamándole “qué se creía él para dejar tuerto a Nippur”. Su gentileza me enseñó el valor de la palabra.

En otra ocasión lo encontré en Caazapá. Él iba a cumplir 60 años y estaba allí para la celebración de la fundación de la ciudad (10 de enero).

Viajero incansable, escribía sus guiones desde un tren mientras por las ventanillas admiraba el paisaje de Oriente, o desde la nieve en Europa y luego enviaba sus escritos a la editorial Columba para que se los publicaran.

Creó casi cien personajes, que tenían aventuras desde la desconocida ciudad mesopotámica de Uruk, miles de años antes de Cristo, o en el Egipto de los faraones, o con la peligrosa mafia china o desde el FBI, hasta el espacio a años luz de la Tierra tratando de salvar a la humanidad; así enseñó sobre el amor, la amistad, la frivolidad de la vida y hasta la profunda filosofía de la muerte.

Hace tres días, por su cumpleaños, varios fantasmas fueron a felicitar a su padre en la tumba. Sobre la lápida, uno de ellos dejó una rosa roja invisible. Ni Dago ni Nippur tendrían la sensibilidad necesaria para ese gesto, pero los conocedores sospechan que pudo ser Dennis Martin, aunque Amanda también sería capaz. De todas maneras, conociendo al maestro y su afición por los caminos infinitos, Robin recibió esa rosa en algún lugar lejano del universo, satisfecho por el deber cumplido, aunque desilusionado por los jóvenes de ahora, desbordados por la tecnología sin límites.

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