La crisis de credibilidad hace rato superó los límites de la política para instalarse, también, en los medios de comunicación y las iglesias cristianas, tanto católicas como las denominadas evangélicas. En el primer círculo, en una abrumadora mayoría se ha enquistado el concepto de la preferencia de los intereses particulares o sectoriales por encima del bienestar colectivo.
Esa práctica perversa no podrá ser revertida con una actitud condescendiente o indiferente ante la corrupción del pasado reciente. Hace veinte años atrás el politólogo chileno Carlos Eduardo Mena sostenía que “es indispensable reconocer con hidalguía que, en muchos países de América Latina, y tal vez del mundo, la actividad política se ha convertido en algo que la gente mira con sospecha y desconfianza, como producto de que se la vincula con el ‘asalto al Estado’ para obtener prebendas y dividendos personales o de grupos” (Democracia, valores cristianos y ética ciudadana, 2003). Sobre los escombros del latrocinio todavía fresco es imposible construir un nuevo Estado. Ni con hombres escombro que fueron gestores de millonarios robos durante el gobierno anterior.
Un Estado que cayó a los últimos niveles de la degradación institucional, convirtiéndose en cueva de rateros y de satisfacción de los desordenados apetitos concupiscentes de los administradores de turno. La lucha por la moralización pública no admite excepciones ni salvoconductos para aliados ocasionales. El filoso mecanismo que lleva el nombre del doctor Guillotín, aunque no fue su inventor, como erróneamente suele adjudicársele, no debe tener contemplaciones con nadie. Eso hará dudar antes de dar el siguiente paso a los potenciales trasgresores de la ley. Y, por el contrario, como siempre digo, la impunidad es el camino allanado para nuevas fechorías. Las drásticas medidas, necesariamente, enviarán ondas expansivas al Congreso de la Nación.
En cuanto a los medios de comunicación, su prestigio y confiabilidad fueron demolidos por el manejo parcializado y sectario de los hechos. Al describir solo una parte de la realidad, se ofrece una imagen sesgada y engañosa de los acontecimientos. Con el agregado del brebaje malicioso en que la información es sistemáticamente adulterada de opiniones. Como dijera un destacado pensador: “Los medios no expresan la opinión pública, sino que buscan crearla”. Y la crean a imagen y semejanza de los objetivos y fines de sus propietarios. Nada nuevo.
Ya lo expuse en otras ocasiones. Y en este caldero del diablo, como está escrito, “no hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). A los que declaman “somos la libertad de expresión” y, por tanto, “pilares de la democracia”, solo nos resta un piadoso “perdónalos por lo que dicen, pero no hacen”. Paradójicamente, en los medios, la libertad de expresión es un cuento. Un añadido: el pueblo tiene derecho a estar informado, sin mutilaciones ni distorsiones obscenas. Los canales alternativos suplen esas deficiencias. Las corporaciones mediáticas que apoyaron la candidatura del oficialismo (Arnoldo Wiens) en las internas de la Asociación Nacional Republicana, y, luego, de la Concertación Nacional (Efraín Alegre) en las elecciones nacionales, hoy dan pábulos a la gestión de Santiago Peña en una premeditada campaña para cubrir con la alfombra de la desmemoria –por aquello de que nuestro pueblo tiene memoria corta– la monstruosa corrupción de Mario Abdo Benítez y su círculo más íntimo. (Algunos ya buscaron el abrigo de nuevas carpas). Cada medio representa a una parte de la sociedad. No a toda la sociedad. La adhesión o simpatía está en directa correspondencia con las preferencias ideológicas o políticas de quien la expresa. Y, naturalmente, también ocurre al revés. Aquí tampoco hay novedad alguna.
Los apóstrofes y anatemas de los sacerdotes y pastores (no católicos, estos últimos) son la evidencia de que han fracasado en su apostolado de “ir y hacer discípulos”. Se quedaron a apacentar las 99 ovejas y no fueron en busca de la única descarriada. “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2:17). Los pecados de la carne (que no se limitan al sexual) han inficionado toda la sociedad. Y cito: “…adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gálatas 5: 19-21). Para los próximos sermones o prédicas habría que ampliar el repertorio para que tengamos mejores ciudadanos que puedan elegir y exigir mejores políticos. Lo más penoso es que muchos de ellos y sus familiares, como los fariseos, se sientan en las primeras filas en las iglesias sin que nadie los amoneste por su crecimiento patrimonial sin justificaciones legales.
Si la representación política, los medios de comunicación y las iglesias padecen una tremenda crisis de credibilidad, es porque estamos fracasando como Estado y como sociedad. Si todos los que invocan a Dios o se persignan al pasar frente a un templo o dicen amén de tanto en tanto consideraran los valores cristianos que inspiran un régimen democrático, entenderían que “no es solamente un procedimiento (la democracia) de asignar el poder o distribuir sus beneficios, sino que, fundamentalmente, es una manera y forma de vida, de interrelación de las personas en sociedad” (el ya citado Mena). Y seríamos mucho mejores. Más aún, “tomando en consideración todas las experiencias de la modernidad, se impone un nuevo paradigma humano de la política y de la democracia basado en la ética”. Menudo desafío. Y gran responsabilidad con el presente. En general, hay que empezar a rastrear la credibilidad perdida. Porque estamos muy atrasados. Buen provecho.