Tras una noche de fiera tormenta y vientos descontrolados, ese 6 de enero amaneció calmo. El niño, que en las horas más oscuras había ido a refugiar su miedo en la cama de sus padres, finalmente quedó dormido, derrotado por el cansancio.

Sin embargo, fue el primero en despertar. Era el Día de los Reyes Magos y como todos los años salía disparado hacia la sala para abrir los regalos que esos seres misteriosos con toda seguridad le dejarían.

Pasaron los minutos y los gritos de alegría no retumbaban hasta el techo, por el contrario, un silencio pesado reinaba dentro de la casa. Al borde de las lágrimas, entre triste y desconcertado, el niño mantenía fuertemente aprisionada en la mano la carta que tanto le había costado escribir a los Reyes, en la que les pedía su primer teléfono celular, pero no había rastro de algún obsequio.

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Apesadumbrado, se preguntaba si la tormenta había podido más que la magia de los enviados por la estrella de Belén, o peor, si los raudales habrían arrastrado a los camellos, que por más que fueran altos y poderosos, estaban acostumbrados a las arenas del desierto y no a las violentas y traicioneras aguas de lluvia. ¿Y si estaban muertos? Ese pensamiento lo aterró; entonces, lentamente, se dirigió hacia la puerta de entrada como si allí estuviera la respuesta.

Accionó el picaporte y salió. Con parsimonia, escudriñando cada rincón del jardín buscaba rastros de camellos o la corona de alguno de los magos, pero nada.

Dos pajarillos que revoloteaban piando nerviosos en el fondo, al costado de la barda, le llamaron la atención. Con cuidado se acercó para observar lo que ocurría. Fue cuando se fijó en el suelo y entendió. Era un nido que había caído debido a los impetuosos vientos y que yacía arrullado por el pasto húmedo, al igual que un pequeño huevo que se había salvado de milagro.

A toda prisa corrió hasta el cuarto de sus progenitores y estirando de la manga del pijama del papá lo obligó a que lo acompañase hasta el patio para salvar a esa familia de aves.

Aunque medio dormido, el padre accedió y entendió lo sucedido. Entonces, con mucho cuidado tomó el huevo, lo colocó dentro del nido y lo aseguró a la rama del árbol del que había caído.

Feliz por tamaña heroicidad, el niño miraba a su papá con orgullo. Al alejarse, notaron que las aves se posaban y daban pequeños saltitos de alegría en el nido recuperado, que dentro guardaba su mayor tesoro.

Fue entonces cuando el niño le dijo a su padre que los Reyes se habían olvidado de él, pese a haberse esforzado mucho ese año, incluso con notas sobresalientes en la escuela.

El papá le contestó que muchas veces uno no ve los regalos que recibe, por ejemplo, a diferencia de esas pequeñas aves, la casa en la que vivían estaba intacta a pesar de la tormenta. El era como el huevito de esos pajaritos, la esperanza y la razón de ser de los padres y lo más importante: estaban juntos. Ese era el mejor regalo de Reyes, más que el oro, la mirra o el incienso que recibió el bebé Jesús.

El niño entendió. Abrazó a su padre y abrieron la puerta para entrar. Al hacerlo, tropezaron con una pequeña cajita que se encontraba en el piso, envuelta en papel de regalo. El niño abrió grandemente los ojos por la incredulidad.

Rápidamente abrió el paquetito y sintió mariposas en el estómago, era nada menos que un iPhone. Los Reyes habían cumplido y estaba feliz, pero más aún por entender el gran regalo que le daba la vida todos los días sin que se diera cuenta. La magia existe, pero muchas veces no la podemos ver.

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