Aunque suene a “monotonía de la lluvia en los cristales”, en versos del viejo Machado (Antonio), resulta inevitable que la mirada escrutadora retorne, de tanto en tanto, hacia ese conflicto no resuelto en la práctica entre ética y política. Hasta ahora fue imposible superar esa antinomia para alcanzar la síntesis integradora de ambas disciplinas de manera a moralizar la conducta y los actos de quienes eligieron el camino de la administración del Estado como profesión y servicio (en términos ideales). Aunque nuestro modelo democrático estaba diseñado sobre la preeminencia del Ejecutivo –Duverger– (no se cuentan las dictaduras), la Constitución Nacional de 1992 se encargó de cambiar esa realidad otorgando nuevas y más atribuciones al Congreso de la Nación.

Sin embargo, en el momento de la evaluación crítica, el presidente de la República no ha perdido esa preferencia en la estructura del poder compartido. Sigue siendo la cabeza privilegiada para el tiroteo. De ahí que su espacio para incurrir en errores, naturales en toda actividad humana, se reduce a cero. Al actual mandatario, la oposición y las corporaciones mediáticas que le demostraron reiterada y públicamente su aversión manifiesta le atribuyen hasta aquellos desaciertos que no caen dentro del ámbito de su competencia. Es por ello que para el Gobierno es un imperativo categórico enviar señales inequívocas a la ciudadanía de una gestión eficiente, principalmente en la batalla contra la pobreza y la corrupción. Esa será una lectura de fácil comprensión que podrá, incluso, evadir el filtro interesado de los medios de comunicación.

El presidente Santiago Peña gobierna en representación del Partido Nacional Republicano. Tiene suficiente material para cultivarse, más allá de sus propias convicciones personales, sobre la moral política que debe impregnar el manejo del Estado desde la interpretación ideológica y filosófica de los más encumbrados pensadores de su partido. Aunque resistido dentro de la misma asociación política que contribuyó a fundar, por sus ideas liberales y su condena inapelable al mariscal Francisco Solano López, sería de necios ignorar los atributos intelectuales y de honestidad de José Segundo Decoud. En su discurso del 11 de setiembre de 1887 expone esa impronta de su personalidad: “La Asociación Nacional Republicana nunca abrirá sus filas (…) a aquellos que buscan medrar y amasar fortuna, pues la patria no la construyen los fenicios que roen sus entrañas, sino los hombres de bien que exhiben su pobreza como timbre de honor después de haber ejercido el poder, haciéndose por ello acreedores al respeto de sus contemporáneos y de la posteridad”. Lamentablemente, con los años, sus buenos deseos fueron devorados por la angurria de quienes encontraron en la política la veta para el enriquecimiento ilícito y rápido. Los ejemplos abundan. En los últimos cinco años el latrocinio alcanzó decibeles catastróficos.

Por esta razón, se impone que el Partido Colorado restablezca su itinerario ético. Que la política vuelva a ser el lugar común del carácter, el mérito y la virtud, como proclamaba y ejercitaba Juan León Mallorquín. Este maestro republicano de la decencia censuraba implacable a los que “solo buscan el poder con fines lucrativos, convirtiendo la administración pública en una vasta comandita”, enjuiciando, al mismo tiempo, la situación de “millares de ciudadanos sin hogar, en tanto sobran tierras para los privilegiados a costa del dolor del pueblo”. Su inseparable compañero de luchas, el doctor Pedro Pablo Peña (otro ilustre ignorado por la memoria de su partido), afirmaba que “la política es una ciencia superior y elevada a cuyo servicio solo deben reclutarse ciudadanos de saber y experiencia, de rectitud y caballerosidad, para llenar su altísima misión de paz, de justicia, de civilización y cultura”. El realismo político ha dado las espaldas a estos nobles propósitos. Por eso, en ocasiones, hay que volver a los orígenes, para comprender el presente y proyectar el futuro.

Ya forma parte de los clásicos del coloradismo el escrito de G. Antoliano Garcete (“Algunas modalidades de los partidos políticos”), dirigido especialmente a los delegados de la Asociación Nacional Republicana: “Fustiguen el vicio y la corrupción que van aniquilando la vitalidad de la raza y entonen himnos a la virtud que dignifica y a la verdad que redime. Hagan todo esto y mucho más y habrán, los partidos (aquí ya hace una referencia generalizada), pagado parte del tributo que deben al pueblo elector, siempre víctima del engaño, de la farsa y de la explotación indecorosa de su inocencia. Sálvenlo de la opresión de sus improvisados como irresponsables mandones y habrán acreditado su cariño, su gratitud y la legitimidad de sus votos”. No en vano suelo repetir que en ese pasado de dignidad debe buscarse el futuro del Partido Nacional Republicano.

Y como corolario, como necesaria señal de que la política podrá reencaminarse por el sendero de la virtud y de la ética, no puede quedar impune el descomunal cuan descarado robo al Estado durante la administración de Mario Abdo Benítez. Ni el latrocinio perpetrado en la Entidad Binacional Yacyretá por quien fuera su director Nicanor Duarte Frutos, cuya actuación contrasta violentamente con los fundamentos morales de los grandes intelectuales colorados. Las autoridades ya tienen en su poder la auditoría sobre los rubros de fibra óptica y víveres (que debían ser destinados a los pobres), con la relevante conclusión de lesión de confianza y otros delitos. Denunciarlos ante el Ministerio Publico será un buen comienzo. De los demás “excesos” me encargaré yo mismo de publicarlos, aunque sea como hojita parroquial o volante. (Siempre es oportuno aclarar que los artículos de opinión son de exclusiva responsabilidad de quien los firma). Buen provecho.

Dejanos tu comentario