Jesús nació. Se sabe que no fue en estas fechas (los evangelios no dan datos al respecto), pero lo importante es que lo hizo. Aunque estas fiestas estén saturadas de paganismo y consumismo, y muy pocos realmente comprendan lo que sucedió, es importante saber que Él nació y esto es un motivo de gran esperanza.

El hombre que hasta los 30 años fue un absoluto desconocido y en solo tres dividió la historia de la humanidad en dos. Que nunca escribió (sus discípulos lo hicieron recogiendo sus enseñanzas en escritos), no perteneció a la élite religiosa de su tiempo (al contrario, fue perseguido por ella), no tuvo poder político ni militar. No fue rico ni de familia influyente en una zona marginada del mundo por el imperio más poderoso que lo asedió, el romano. Y aun así, más de 2.000 años después, el mundo lo recuerda. En todas las culturas, distintas religiones o razas, en todos los continentes, alguien supo y sabe de él, y lo recuerda de alguna manera.

Amado y odiado, nunca indiferente. Impostor para algunos, profeta para otros, Hijo de Dios y Dios hecho hombre para millones. Y todo este monumental acontecimiento que cambió el rumbo de la historia, narrado nada más que en 28 cortos versículos, que no dan más que una sola página de toda la Biblia, tal vez porque el énfasis de esta no está tanto en su nacimiento, sino en su muerte. Es más, así como la Palabra de Dios solo dedica poco menos de una página a su nacimiento, dedica una tercera parte a relatar cómo aconteció su muerte.

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El desprecio de sus detractores llega al extremo delirante de afirmar que Él fue un mito, que nunca existió. Sin embargo, es el personaje de la historia antigua más y mejor documentado de todos los tiempos, no solo por la Biblia, sino por millones de escritos de sus seguidores del primer y segundo siglo. Así que, pudiendo haber uno o dos objetores sin mayores fundamentos, esta cuestión de su existencia puede considerarse resuelta.

Es Él el personaje de la historia de quien más se escribió y habló. Millones lo hacen aún todos los días en alguna iglesia, plaza, albergue, universidad, seminario, hospital, zonas de guerra, velatorios, colegios, refugios, o en cualquier lugar donde alguien necesite esperanza.

Nació en un establo, entre animales. Pobre y olvidado, envuelto en pañales. Posiblemente sus padres, sumando sus edades, no tenían más de 40 años. Los únicos que le visitaron esa noche fueron unos sudorosos y maravillados pastores de ovejas advertidos del acontecimiento por ángeles. ¿Pudo haber arrancado de manera más desfavorable la vida del hombre más influyente de la historia? Es que si realmente era Dios, tenía que venir así.

J. McDowell lo describe así en su libro “Evidencias que exigen un veredicto”: “Si Dios se hiciera hombre, entonces, ¿cómo esperaríamos que fuese?”, y dio algunas características: 1) Hiciera su entrada en la tierra de manera desacostumbrada que rompiera todos nuestros esquemas. 2) Hablara las más grandes palabras que se haya hablado. 3) Tuviera una influencia duradera y universal. 4) Ejercitara poder sobre la muerte. 5) Manifestara lo sobrenatural en manera de milagros. 6) Tuviera un agudo sentido de diferencia. 7) Fuera sin pecado. 8) Satisficiera el hambre espiritual del hombre. 9) Marcara la historia de la humanidad”. Y todas estas características las cumplió Jesús.

Cuentan los relatos que, al momento de nacer, nadie le dio lugar ni albergue. Todos los mesones y viviendas estaban llenos, hasta que alguien recordó que había un espacio en el establo, entre los animales. Mi advertencia para esta semana de recordación es esta: “No seas como el mesón, que no tenía lugar para Él”. Recíbelo, Él vino a salvarte.

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