Cuando un Gobierno utiliza la fuerza para reprimir ideas o vulnerar fundamentales derechos humanos, necesariamente deviene en un régimen autoritario, que es la expresión sociopolítica más dulcificada de las dictaduras, en el exacto decir del académico, periodista y escritor español Juan Luis Cebrián. Sin embargo, se impone una necesaria distinción entre la arbitrariedad amenazante que describimos precedentemente y el poder político, legal en su origen y legitimado en su ejercicio, que posee el monopolio de la violencia, también legítima (Weber).
Y en esa misma dirección, el politólogo, ya fallecido, Mario Stoppino, clarifica que esa violencia es indispensable, por lo menos para conseguir el objetivo mínimo de un gobierno, que es la conservación de las condiciones que salvaguardan la coexistencia pacífica. La que, a su vez, es imprescindible para que ese poder político pueda llevar “a cabo las coordinaciones y organizaciones de las actividades humanas que se dirigen a objetivos más complejos”.
Entre sus propósitos se contemplan, además, evitar “las acciones violentas entre los grupos y los individuos que forman parte de la comunidad”. Estamos, pues, ante la figura de una autoridad que se maneja dentro de los mecanismos institucionales que demanda la democracia y que tiene entre sus prioridades mantener el orden, la paz y la armonía sociales como antítesis del caos y la anarquía. En ese marco analizaremos los sucesos de los últimos días.
El operativo en la Penitenciaría Nacional de Tacumbú era un procedimiento impostergable. Absolutamente necesario. Fue una maniobra exitosa, a pesar de las muertes que siempre se lamentan. De ahí que hasta las corporaciones mediáticas y los políticos opositores al Gobierno clasificaron el hecho como una actuación sin precedentes. En términos sencillos: que nunca se produjo algo similar con anterioridad. Que pudiendo hacerse, no se hizo. Quedó en evidencia que no hubo voluntad política en ese pasado reciente, que se priorizaron otros intereses (generalmente recaudatorios) y que el Estado renunció a su papel legítimo de apelar a la fuerza para recuperar la institucionalidad dentro de las cárceles de todo el país. Así que se multiplicaron las fugas y hasta se produjeron decapitaciones entre bandas rivales dentro de las propias prisiones. No se trataba ya de un poder oculto, de aquellos Estados paralelos que atribuían a las mafias de mil rostros y ninguno al mismo tiempo. No, esta vez el propio líder de uno de los grupos del crimen organizado se encargó de promocionarse públicamente, formulando exigencias a las autoridades como muestra de su poder y del manejo discrecional de su parcelado e impenetrable territorio dentro de su lugar de reclusión. La pasividad del gobierno anterior le animó a aumentar su grado de pretendida imposición y osadía. El lunes 18 de diciembre, Armando Javier Rotela Ayala, del temido “clan” que lleva su apellido, fue extraído de su imperio “La Jungla”.
Al día siguiente, en otra intervención planificada con encomiable hermetismo, agentes de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) aplicaron un nuevo golpe letal a otro grupo de narcotraficantes y sicarios que se estaban apoderando del departamento de Canindeyú. El saldo final fue de nueve criminales abatidos y varios de sus cabecillas detenidos. A esto debemos agregar el operativo internacional conjunto que desarticuló una organización que traficaba sofisticadas armas de gran calibre y que involucró a militares de alta jerarquía de nuestro país.
Es una ecuación clásica aquella que plantea que el primer paso para solucionar un problema es aceptarlo como tal y definirlo. El presidente Santiago Peña ya dio ese paso: “¡Basta de un modelo que convertía a las cárceles en verdaderas escuelas del delito y del crimen!”. Cuenta con la idea precisa de esta complicada realidad. Ahora tiene que armar el equipo estratégico multidisciplinario para que las penitenciarías se transformen en centros de reeducación y formación profesional. Habrá que empezar por construir pabellones que eviten el inhumano hacimiento, separando, de paso, a los presos de acuerdo con la gravedad de sus delitos, sin que esto suene discriminatorio, sino didáctico. Que la “carne fresca” no se convierta en el discípulo obligado de aquellos que tienen un rosario de entradas en las cárceles.
El operativo de Tacumbú demostró al presidente Santiago Peña la importancia de los hechos expresados con claridad. Ni siquiera hubo necesidad de palabras para conectarse con el público. Porque de eso se trata la comunicación eficaz. De la capacidad de que el destinatario de los mensajes pueda decodificarlos en sintonía con el emisor. Que, incluso, no dependa del siempre efímero romance con los medios. Sobre todo, con aquellos que hicieron hasta lo imposible para que no llegara al Gobierno. Por eso, para el miércoles ya todo había vuelto a la normalidad. Buen provecho.