• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El paisaje de nuestros pueblos se ha modificado sustancialmente. No solo porque la invasión de las motos desplazó al noble pingo, sino, y especialmente, porque, a medida que nos vamos acercando a cualquier lugar poblado, incluso el más pequeño (no importa la ruta por la que transites), podemos verificar que los tres “emprendimientos” más lucrativos en los últimos años son los moteles, las universidades y las bodegas, que, dicho sea, dejaron de ser el sitio exclusivo de los vinos. La rentabilidad del primer y último negocio ni es necesario explicar. En el caso específico del segundo, cuando la perversión detectó que era una fuente incesante de ganancias –parafraseando a Ryszard Kapuściński– la educación dejó de ser importante. Así, el título o los títulos tenían más valor que el saber.

No es ningún descubrimiento que las facultades son la piedra de ángulo sobre la cual se perfecciona el conocimiento una vez concluida la carrera. Más que nunca, con el avance de la ciencia y la tecnología, es obligatoria la capacitación permanente. Y la práctica de ese hábito que a algunos le produce hasta urticaria: la lectura ordenada y sistemática. En la época de la dictadura se establecían números límite para ingresar a las facultades de Medicina, Arquitectura, Química, Ingeniería y Odontología (aquí, una asignatura llamada Modelado era la guillotina infalible) para evitar la emergencia del “proletariado intelectual”. La primera palabra ya causaba espanto en el régimen. Expliquemos mejor el punto referente a las plazas: no accedían a la carrera aquellos que alcanzaban un determinado puntaje, sino los mejores cuarenta, por ejemplo (Medicina). Luego, con los años, los cupos se fueron estirando. Con el doctor Roberto F. Olmedo (apodado cariñosamente Satanás por sus alumnos) y el ingeniero Roberto Sánchez Palacios no servían ni las tarjetas de recomendación del presidente de la República. Ministros y parlamentarios ya se abstenían automáticamente.

Las universidades se han multiplicado igual que los moteles y las bodegas. Y en el mismo nivel. Algunos albergues transitorios cuentan con mejor infraestructura edilicia, como es fácilmente observable. Hoy estamos lanzando al mercado una legión de mediocres (o quizás ni eso) que ni siquiera tienen conciencia de clase. Aplazados en materias tan elementales como comprender lo que leen. En algún recodo se extravió el control que debía realizarse sobre la calidad de las casas de educación superior, como decíamos antes. Más que beneficio provocan un enorme perjuicio a la sociedad. La autonomía universitaria no puede invocarse para enseñar en garajes, sin docentes académicamente acreditados, donde se fraguan notas y se expiden títulos sin pudor alguno.

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Recuerdo que en los primeros años de la década de los 80 (del siglo pasado, naturalmente) estalló un escándalo de proporciones en el Colegio Nacional de la Capital. Rápidamente se extendió a varias instituciones del nivel medio de carácter privado de dudosa reputación. En idénticas condiciones que las universidades que ahora estamos cuestionando. Descubierta la falsificación de numerosos certificados que debían garantizar los cursos aprobados, igual cantidad de “universitarios” fueron degradados al cuarto, quinto o sexto curso de la secundaria. Lo peor es que algunos ya estaban cursando el quinto año en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, de la Universidad Nacional de Asunción (UNA). Por citar algunos ejemplos dignos de mención.

Obviamente, los parlamentarios y los funcionarios del Ministerio Público, del Poder Judicial y de los ministerios del Ejecutivo deben ser investigados hasta esclarecer la procedencia legal y legítima de sus títulos. Pero eso no va a resolver de raíz esta crisis, que es mucho más profunda y grave. La política del espectáculo y del estrellato mediático solo es útil para quienes buscan exclusivamente su ascensión en el escenario público. Es por ello que no plantean una solución de fondo con seriedad y sobriedad. Porque carecen del rigor que reclaman. Con la senadora Blanca Ovelar podemos tener diferencias político-partidarias, pero es imposible divorciarse de su capacidad académica e intelectual, su conocimiento abarcador de esta compleja problemática y los informes precisos que su memoria registra. Ella reúne en sí lo que debería constituir una exigencia común para todos los miembros del Congreso de la Nación: esfuerzo, dedicación y, fundamentalmente, concentración. En el país hay 39 facultades de Medicina –se desahogaba días atrás– y solamente dos o tres cuentan con hospitales-escuelas. Esa, y no otra, es la verdadera punta del iceberg. ¿Cuántas cumplen con los objetivos establecidos en la Ley de Educación Superior? Citemos solamente tres: la investigación científica, la extensión de conocimientos, servicios y cultura a la sociedad, y la formación de profesionales y líderes competentes. He ahí el nudo gordiano que debe ser desatado al filo de una espada. Nada de tibiezas ni medias tintas. Excluimos, como siempre, las salvedades que ameritan la excepción. Las demás son simples traficantes de la educación.

Don Arturo Uslar Pietri, intelectual, filósofo y escritor venezolano ya fallecido, solía repetir que en la mayoría de las universidades latinoamericanas los estudiantes egresan, a diferencia de las europeas, donde se gradúan. Graduarse, decía, implica un grado superior de conocimiento. Nunca mejor graficado. Buen provecho.

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