Sin previo aviso, una noche en que dormía plácidamente le llegó el horror a José Cruz. Sin entender lo que pasaba, a la fuerza fue arrastrado y encerrado. Tras las pruebas presentadas, el juez lo sentenció a pena de muerte.

A partir de entonces, José comenzó a sufrir un calvario: casi no le daban de comer, tres veces por semana era torturado en un sillón y luego tardaba horas en recuperarse. A veces deseaba morir para descansar de esa pesadilla.

Una lejana esperanza era el perdón del gobernador, pero este más que ocuparse en gobernar, disfrutaba de las fiestas que le otorgaba el cargo. ¿Por qué tendría que ocuparse de la suerte de un condenado, aunque fuera inocente?

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Cada vez que el cura entraba a su celda, José le preguntaba por qué Dios permitía eso. Y el religioso le respondía que el Señor encargaba sus batallas más difíciles a sus mejores guerreros, lo que a José no le convencía mucho, pero al menos podía charlar con alguien. Recordaba que fuera había todo un mundo que hablaba sin importar las distancias, pero él estaba solo. Nadie se acordaba de su agonía, ni sentía cómo su reloj de arena invisible cada día se vaciaba indefectiblemente. La sentencia debía cumplirse a los 5 años.

Esta historia tiene una nueva versión luego de un hecho que ocurrió hace 31 años, el 12 de setiembre de 1992, con la muerte de un doctor…

Sin previo aviso, una noche en que dormía plácidamente le llegó el horror a José Cruz, como les ocurre a cientos de paraguayos. Sin entender lo que pasaba, a la fuerza fue arrastrado a Urgencias del hospital y encerrado para que le practicaran innumerables análisis. Tras las pruebas presentadas, el médico sentenció que sus riñones ya no funcionaban y que debía dializarse si quería seguir viviendo.

A partir de entonces, José comenzó a sufrir un calvario: le prohibieron comer casi de todo, cítricos, papas, carnes, más aún los alimentos que tuvieran potasio. Hasta el agua le limitaron a medio litro por día. Y tres veces por semana era torturado con las agujas de la diálisis en un sillón y luego tardaba horas en recuperarse. A veces deseaba morir para descansar de esa pesadilla.

Una lejana esperanza era el trasplante, pero las autoridades en lugar de promocionar la conciencia sobre la donación de órganos, disfrutaban de las fiestas que les otorgaban el cargo. ¿Por qué tendrían que ocuparse de la suerte de un dializado, aunque sea inocente?

Cada vez que el médico entraba para la consulta, José le preguntaba por qué había caído en esa enfermedad. Y el galeno solo le respondía que las causas eran varias, desde la congénita hasta las adquiridas, lo que a José no le convencía mucho, pero al menos podía charlar y tratar de encontrar alguna palabra de alivio. Recordaba que fuera había todo un mundo que hablaba sin importar las distancias, pero él estaba solo. Nadie se acordaba de su agonía, ni sentía cómo su reloj de arena invisible cada día se vaciaba indefectiblemente. Según Google, la vida promedio de una persona dializada que espera un trasplante es de 5 años.

El 12 de setiembre de 1992 falleció el doctor Marco Aguayo y nació el Día Nacional del Donante de Órganos y Tejidos. Se convirtió en el primer donante cadavérico del Paraguay y gracias a él, dos personas recibieron sus riñones y con ellos el indulto, la libertad y la vida.

La cárcel tuvo que abrir sus fríos barrotes y dejó libre a dos inocentes. Pero en Paraguay actualmente siguen presos 2.500 condenados a muerte que se dializan para seguir viviendo. Según el doctor Hugo Espinoza, presidente del Instituto Nacional de Ablación y Trasplante, la cifra de enfermedades renales crece cada año y el auge es tendencia mundial. A nivel local, hoy día, en lista para un trasplante hay 266 pacientes, 84 de ellos a la espera de un riñón, que ven cómo el reloj de arena se vacía implacable.

Los nuevos gobernantes deberían reactivar las campañas de prevención y concienciación, además promocionar la donación para que los trasplantes sean mucho más frecuentes, como ocurre en otros países. De nada sirve un órgano bajo tierra.

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