DESDE MI MUNDO

  • Por Mariano Nin
  • Columnista

Es pequeño, tan pequeño que apenas lo puedo ver cuando se asoma por la ventanilla del auto con sus ojitos iluminados y tristes, pero más que tristes cansados.

Escucho en la radio que el peaje volvió a bajar. Fue de cinco a quince mil guaraníes, y de quince a diez, y me río solo. A veces nos toman por idiotas. No bajó, subió 100 por ciento.

Hago un esfuerzo por mirar su carita sucia y me sorprende su porte segura y rutinaria. Su pequeña figura se mezcla con adolescentes, jóvenes y adultos que se juegan unos guaraníes en el semáforo de Mariscal López y Sacramento. Allí un supermercado social te trae al auto desde frutas a bolsas de basura.

Me pregunta: ¿puedo limpiar su vidrio? No espera mi respuesta, mueve sus pequeñas manitos a un ritmo acelerado, pero coordinado. Lo que puedas, me dice, mientras busco unas monedas que se escurren en mi bolsillo.

Las luces del semáforo cambian y corre a mi lado unos metros, mientras las monedas se me escapan entre las manos y un río de vehículos me toca la bocina para que acelere la marcha.

Se da por vencido y me grita: no se preocupe señor a la vuelta. Me deja pensando, mientras un sentimiento de impotencia y compasión me aprieta el pecho. Pienso, si le hubiese dado unas monedas quizás no le hubiese faltado por lo menos el pan. Pero es tarde, el tiempo me apura y mis responsabilidades me impiden dar la vuelta.

La calle es un hervidero de gente apurada, sofocada por una insólita ola de calor en un agosto insólito. Fue la primera imagen de este día que se me quedó grabada. Pero la rutina pronto se encarga de borrarla de mis pensamientos.

Vuelvo a casa. Guillermo Domaniczky desde el Trece adelanta algunas noticias. Ponerse al día y estar informado siempre será una ventaja. Y entonces sucede. Vuelvo a ver su carita sucia, mientras el cronista habla de violencia familiar y siento un nudo en la garganta.

Su padre lo castigó brutalmente por unas monedas, mientras el periodista explica que Josecito (ahora sé su nombre), era explotado por un padre alcohólico y una madre permisiva.

El hombre no le había creído que el día no había sido tan bueno y había mandado al chico a Emergencias Médicas con dos costillas rotas y el cuerpito magullado. La de Josecito es la historia de cientos de niños que son explotados en las calles ante la mirada cómplice de quienes deberían velar por que estas cosas no sucedan.

Es una realidad que crece al ritmo de la pobreza y se alimenta de la ineficiencia del Estado y de un gobierno que a las puertas de irse sigue sin encontrar los mecanismos para tratar un problema que va más allá de los niños, más allá de la violencia, más allá de unas monedas que, a veces, se tornan escurridizas.

Pero nos distraen con boludeces mientras las cosas importantes están aprisionadas en una caja cerrada y con llave… esperando al genio que la abra y cambie nuestras historias. Pero esa... esa sí será otra historia.

Etiquetas: #Triste#realidad

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