- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Esperé intencionalmente que la euforia de lo “histórico” con que algunos medios de comunicación y periodistas saludaron las confesiones –suponemos que con anuencia del Departamento de Estado– del embajador de los Estados Unidos en nuestro país, Marc Ostfield, reposara en el fondo de lo novedosamente efímero. Y que emergiera en su reemplazo la verdad histórica. Aquella que forja la conciencia colectiva. No ocurrió tal cosa. Desde la amnesia no se construye memoria. Mucho menos desde la fragmentación de responsabilidades con un pasado trágico.
“Durante los años 70 y 80 hemos contribuido a injusticias en Paraguay”, afirmó el diplomático. “No debemos esconder ni tener miedo a hablar de estas cosas. Es importante que lo hagamos para que no se repita nunca más”, remarcó. Es cierto. Hay que hablar sin miedo. No fueron simples “contribuciones”. EE. UU. jugó un papel protagónico desde 1956 para implementar los mecanismos de represión y tortura en el Paraguay, de los que serían víctimas miles de compatriotas y extranjeros, con un saldo estimado de más de 400 desaparecidos.
Mucho antes del descubrimiento de los Archivos del Terror, mucho antes de que se redactaran los ocho tomos del Informe Final de la Comisión de Verdad y Justicia, el político colorado Epifanio Méndez Fleitas ya publicaba estas atrocidades en su libro “Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay” (edición del autor, 1976, Buenos Aires). Y Méndez Fleitas conocía al monstruo –la dictadura de Alfredo Stroessner– porque, parafraseando a José Martí, vivió en sus entrañas, aunque sea por pocos meses antes de ser enviado al exilio.
Meticuloso ordenador de documentos, aun desde el exterior, el fundador de la Asociación Nacional Republicana en el Exilio y la Resistencia (ANRER) continuaba registrando informaciones precisas (nombres, fechas y lugares) para desnudar y denunciar al déspota. El citado libro tenía, además, otros propósitos: desmarcarse, por un lado, del adjetivo de comunista que sus enemigos le habían colgado del cuello y, por el otro, de la acusación de agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
“En el trayecto de Mburuvicha Róga al Estado Mayor del Ejército, a la mano derecha de la avenida Mariscal López –escribe–, hay un atajo terraplenado que, serpenteando por un túnel de ramas entrecruzadas por los aires, conduce a ‘El Tropezón’ bar-café-restaurant, de escasa nombradía, pero de larga data. En las proximidades de este refugio boscoso de la vieja Asunción, y con la misma característica del ocultamiento, soledad y silencio –pero por motivos menos románticos–, la Embajada norteamericana ha instalado allí su servicio de inteligencia y adiestramiento, el cual se halla a cargo del ‘coronel Thierry’, experto en guerra sicológica y métodos de torturas. En ese departamento –casi invisible desde afuera, porque se halla totalmente rodeado de tela metálica– hay de todo: campos de tiro, de aprendizaje práctico y de cultura física, oficinas técnicas, sala de exhibición cinematográfica (películas sobre apremios psicológicos, físicos y mixtos)” (páginas 324-325).
Casi veinte años después (22 de diciembre de 1992), en los documentos en que la dictadura dejó las huellas de su bestialidad, se pudo constatar que se trataba del teniente coronel Robert K. Thierry, cuya “asesoría” entre 1956 y 1957 significó “las más graves violaciones de los derechos humanos”. Bajo su orientación se creó la Dirección de Asuntos Técnicos (o La Técnica) del Ministerio del Interior, “principal centro de tortura” durante la dictadura (Verdad y Justicia).
“El jefe teórico es el doctor Antonio Campos Alum, pero el verdadero es el ‘coronel Thierry’, director del Punto IV”, cuyo centro administrativo estaba ubicado en Presidente Franco y Garibaldi, ex Ande, y no en la Policía de la Capital” (Méndez Fleitas, página 324). “Los presos políticos puestos a disposición del Poder Ejecutivo son los que de hecho pasan a su jurisdicción –de Thierry–; de allí en más, ni el propio Stroessner podrá ponerlos en libertad (…). Esta bárbara prerrogativa deja al arbitrio de un gringo la vida y la muerte de los compatriotas (…). Este ‘coronel Thierry’ es el capo máximo de la represión policíaca del régimen” (página 325). “La ‘fábrica’ de producción de ‘comunistas’ de Thierry rebasó las imaginaciones más febriles” (página 329).
La Embajada de los Estados Unidos en nuestro país también “contribuyó” para la expulsión de Augusto Roa Bastos el 30 de abril de 1982, entregando al Ministerio del Interior una planilla donde supuestamente figuraba el ingreso a Cuba de nuestro máximo exponente de la literatura nacional. Hecho que merece otro comentario. Las declaraciones del embajador Ostfield, como mínimo, son hipócritas. Hace un repaso selectivo de “nuestra historia compartida”, pero se olvida de las últimas groseras injerencias en una bastarda campaña para ubicar a la Concertación Nacional opositora en el Palacio de López. La historia de intromisiones es constantemente repetida. Pero, esta vez, el disparo se desvió hacia la culata. Buen provecho.