• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El consenso absoluto y duradero, aun en las comunidades democráticas más pequeñas, es una expresión que no ha logrado superar los límites de la exposición teórica. Resulta imposible reunir en una sola mirada todos los puntos de vista. Ni los arrebatos de una globalización arrolladora –la frase superior del imperialismo para algunos intelectuales– pudo instalar sus criterios de pensamiento único, aunque sí lo redujo a la superficialidad relativista. No obstante, las naturales y comprensibles disidencias pueden ser puntualmente sublimadas mediante un contrato político que priorice una estrategia socioeconómica diseñada para mitigar y superar el impacto del círculo depredador de la pobreza que genera ignorancia y la ignorancia que multiplica la pobreza. Una fatídica ecuación que se alimenta del atávico fanatismo y la miserable mezquindad de una dirigencia sin imaginación ni creatividad que fundamenta la posibilidad de su triunfo exclusivamente en el fracaso de su adversario.

El discurso, en ese ambiente, se atraganta de improperios, de injurias y de una obstinada campaña de desprestigio personal. Lejos de construir un liderazgo sobre las propias virtudes, prefiere la destrucción del otro. Pero, como en la democracia –que dentro de ese contexto estamos hilando– el juego de hegemonías tiene sus reglas explícitas, los opuestos son cribados en el tamiz de las elecciones para una declaración pública de la voluntad popular. Sin embargo, las impurezas que no logran traspasar el filtro quedan atoradas por la bilis, el resentimiento y la frustración no asimilada.

La persistente malquerencia es agravada por la derrota. Y el diálogo conciliador se dificulta por las ofensas previas. Y lo dificultan, precisamente, quienes las profirieron desde la arrogancia del exclusivismo de habilidades y valores para gobernar. Y si, por el contrario, triunfaran los profesionales del rencor y las diatribas, las víctimas de sus escarnios tardarán en cerrar sus heridas para una aproximación sincera a los vencedores. Obviamente, no se trata de un acercamiento oportunista para debatir de cómo se va a administrar el poder sobre la base del clientelismo y las prebendas. Se trata de aportar ideas que contribuyan a elaborar políticas públicas que puedan concretar el bien común, reemplazando a la tan vigente repartija de privilegios e impunidades.

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Después de una larga siesta autoritaria de más de tres décadas, aún no hemos logrado desperezar por completo nuestros músculos cívicos y nuestra conciencia democrática. Siguen atrofiadas por las prácticas heredadas de la dictadura: la soberbia, la intolerancia y la prepotencia. En todos los partidos y en todos los movimientos políticos y sociales. Las vivimos dentro de la Asociación Nacional Republicana y, también, las presenciamos en un proyecto de Concertación opositora que nunca pudo concretarse como tal. El egoísmo es la suma de todos los fracasos. Una paz social, urgente y necesaria, será más sencilla y realizable si el trayecto para su consecución no fuera constantemente pavimentado, repetimos, con el lenguaje del desprecio, la infamia y la afrenta. La confrontación que visualiza las discrepancias es administrada desde la enemistad aniquiladora, cuando bien podría encontrar un punto de tregua para mejorar la calidad de vida de miles de familias paraguayas que hoy sufren en la pobreza y la pobreza extrema. Serán acuerdos transitorios porque como bien lo entendía el general Bernardino Caballero –que siempre tuvo el buen tino de rodease de prestigiosos asesores– “el sistema republicano que nos rige tiene por base la discusión y no se concibe la discusión sin opiniones diferentes, porque es hasta opuesto a nuestra naturaleza el suponer que todos los hombres podemos pensar de la misma manera” (noviembre de 1893).

El electo presidente de la República, recientemente proclamado, Santiago Peña, ha superado las duras pruebas de una carrera de insultos que desbordaron las más elementales consideraciones de una campaña política. No hubo contemplaciones ni fronteras para la ruindad hacia su persona. Y las superó en apuesta doble: primero, en las internas de su propio partido, el Colorado, y, posteriormente, en las elecciones generales en las que resultó victorioso. Cualquier otro hubiera caído en las provocaciones de sus enemigos (fue el trato que le dieron), que lo igualaría en la ciénaga de la adjetivación soez, ordinaria y de baja estofa. Pero él no lo hizo.

Por eso tiene autoridad moral para pronunciar aquel discurso de la noche de su triunfo (30 de abril), cuando afirmaba que “el pueblo eligió con su voto el camino de la paz social, del diálogo, de la fraternidad y de la reconciliación nacional. Un pueblo que envió un claro mensaje de que los agravios, el odio y las rencillas no son el camino”. Por eso tiene sobrada legitimidad –la que otorga la conducta y la que conceden las urnas– para convocar a “la construcción de una cultura que facilite el acceso a una sociedad unidad en su pluralidad”.

Solo habría que subrayar con un grueso marcador patriótico a “las causas comunes que nos unen como Nación”. Peña tendrá que peregrinar hasta las montañas para alcanzar en hechos sus proclamas. Después de eso, la ciudadanía podrá discernir y clasificar a los políticos de buena voluntad que piensan en su pueblo y a los que solo se interesan por sí mismos. Será un saludable ejercicio. Buen provecho.

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