• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Es facultad exclusiva del presidente de la República elegir y nombrar directamente a los hombres y mujeres que le acompañarán en las gestiones del Gobierno. Puntualmente, a los ministros del Poder Ejecutivo (artículo 238, inciso 6 de la Constitución Nacional). Sin embargo, están los casos en que esa competencia del mandatario no es absoluta, pues precisará del acuerdo de la Cámara de Senadores para la designación de embajadores y ministros plenipotenciarios en el servicio exterior, presidente y directores del Banco Central del Paraguay y directores paraguayos de los entes binacionales (Itaipú y Yacyretá).

Es aquí cuando el nuevo jefe de Estado tendrá que aplicar toda su sagacidad y habilidad para el diálogo que le permita construir consensos ocasionales, con la requerida firmeza que le habilita su condición de figura no contaminada con las perniciosas prácticas de la política tradicional. Será su primera prueba de alta intensidad.

Deberá enfrentar sin titubeos a ciertos parlamentarios inescrupulosamente expertos en extorsión y chantaje para no ceder al perverso juego del toma y daca que acostumbran utilizar para preservar sus espurios privilegios y mantener o ubicar a sus recaudadores en puestos claves de la administración pública. Un hábito infame que algunos inmorales dirigentes pretenden suavizar con el eufemismo de “negociación”. De su actitud para sortear estas trampas de una democracia de muy baja calidad, con instituciones débiles, podría depender el itinerario de los próximos cinco años. Y para ganarse la aprobación y confianza de la gente con iguales buenas intenciones habría que presentar en sociedad a personas que no puedan ser cuestionadas en sus competencias, honestidad y sensibilidad social.

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El presidente electo, Santiago Peña, llega al cargo en representación de la Asociación Nacional Republicana. Una pregunta de formulación inevitable es con cuál Partido Colorado piensa administrar el Estado porque, a lo largo de más de 135 años, muchos hombres que gobernaron en su nombre usurparon sus símbolos y fueron desviándolo de su matriz ideológica original, ubicándose en los extremos una dictadura fascista y un salvaje neoliberalismo, con breves resplandores de la línea social que planteó en su programa fundacional y sus sucesivas convenciones partidarias hasta mediados del siglo pasado. Por tanto, para responder a esa inquietante pregunta deviene impostergable un revisionismo histórico de lo que implica el ser colorado, en su más honda esencia. La Declaración de Principios del 23 de febrero de 1947 reafirma y profundiza su identidad doctrinaria del 11 de setiembre de 1887, o “nuestro Antiguo Testamento” en palabras de Epifanio Méndez Fleitas, en cuanto a la intervención del Estado, servidor del hombre libre, “en la vida social y económica de la Nación para evitar el abuso del interés privado y promover el bienestar general, sin infligir injusticia a los particulares”. Nunca será suficiente repetir los párrafos de este documento sustantivo en el recorrido institucional del Partido Colorado. Confiamos que este será el Partido Colorado que elegirá para gobernar.

El testimonio de los fundadores del Partido Nacional Republicano autoriza a Santiago Peña a seleccionar a sus colaboradores, incluso, fuera de dicha organización política. Sin caer, obviamente, en la ingenuidad o malicia de incorporar al Gobierno a personajes declaradamente enemigos del coloradismo, como lo hizo Mario Abdo Benítez, que no solo aspiraban su derrota y caída, sino su destrucción definitiva. Ya lo dije, pero es bueno repetirlo: el mandatario gobernó de espaldas al partido que lo llevó al poder.

El general Bernardino Caballero, en respuesta a la nota del 18 de noviembre de 1893, en que la comisión directiva le proponía candidatarse nuevamente para la presidencia de la República, expresaba que “la paz de la República y los principios de equidad requieren, pues, que la futura presidencia no excluya a ningún ciudadano, sino que forme el contingente de la administración pública con toda prescindencia de los matices políticos y consultado solo la competencia y la moralidad de las personas”, y era su sana ambición “utilizar en provecho de la patria el concurso de los buenos ciudadanos que se encuentran dentro y fuera del país, y que estén dispuestos a servirla, sean cuales fueren sus opiniones políticas”. Ante la escisión de un sector opuesto a su postulación, el general Caballero, por mantener la unidad partidaria, declina su candidatura a favor del general Juan Bautista Egusquiza, quien inicia el sétimo período constitucional el 25 de noviembre de 1894.

El Partido Colorado tiene una deuda con su historia. Con su historia democrática, de reverencia ante el mérito, el carácter y la virtud, de redención de las clases populares y de reivindicación real de las mujeres. Una deuda con el proceso de lucha para formular un orden jurídico que favorezca la emancipación social y económica de obreros y campesinos (la “campaña” como explicita el Programa/Manifiesto de 1887). Una nueva estructura que asegure “al pueblo una participación creciente en los beneficios de la riqueza y la cultura” y que garantice “la evolución hacia una sociedad igualitaria, sin privilegios ni clases explotadas”.

La Declaración de Principios apenas tiene cinco puntos. Todos los colorados, especialmente los jóvenes, están moralmente obligados de leerla. Practicarla es un imperativo categórico. Aunque muchos pretenden reinterpretar los fundamentos ideológicos del partido, provocando premeditadas confusiones, una cosa es bien clara: políticamente no es de derecha y económicamente no es liberal. Sobre todo, cuando proclama la “subordinación de la propiedad privada al interés social” y “la facultad del Estado de intervenir en la actividad económica privada en salvaguarda de los intereses de la colectividad”. Buen provecho.

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