Mateo 20:1-16. Esta conocida parábola de Jesús nos enseña el “reino de los cielos”, pero desnuda la condición humana de manera cruda y profunda. Plantea cómo Dios trata con nuestro orgullo, jactancia y sentido de justicia que, al final, no es tan “justa”, pues siempre juzgamos las cosas desde nuestra perspectiva egoísta, y así nunca podemos llegar a tener una visión correcta de las cosas.

Los versos once y doce nos muestran la actitud tan natural de la naturaleza caída: la queja y la ingratitud cuando no recibimos lo que creemos que merecemos recibir. Se compararon con los demás y se autocompadecieron. Dijeron que sus compañeros de la viña “trabajaron menos y les hicieron iguales a nosotros” y también dijeron acerca de ellos mismos: “Hemos soportado la carga y el calor del día”. Siempre la comparación lleva a tomar el papel de víctima para, seguidamente, llenarnos de quejas y amarguras.

Los seres humanos somos tan egocéntricos que creemos que merecemos más de lo que tenemos; creemos que los otros no merecen más que nosotros; nos quejamos de nuestra suerte y criticamos a Dios y a los que tienen lo que nosotros queremos y no tenemos, aunque ya tengamos todo lo que necesitamos. Pedimos algo a Dios, Él nos lo da y después vemos que otro tiene más y nos enojamos con Dios porque no nos dio lo que a otro le dio. Somos insaciables. Siempre hay algo que creemos que necesitamos y, si tuviéramos eso, estaríamos agradecidos, pero, ni bien recibimos eso, ya nos viene en mente otra cosa que nos hace sentir insatisfechos con lo que creíamos que era lo que necesitábamos para ser felices. Pero resulta que no, que hay algo más y, si conseguimos ese algo más, querríamos lo siguiente, y así somos insaciables en nuestra codicia. Esto no solo en lo material, también en el matrimonio, pareja, relaciones, logros, en todas las áreas de la vida.

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No obstante, también es verdad que los seres humanos somos solidarios por naturaleza, y ser solidario es muy bueno. De hecho, no podríamos sobrevivir como sociedad sin la solidaridad y la ayuda mutua, pero la solidaridad –muchas veces– también se disfraza de conveniencia, ya que nos conviene ayudar a otros pues los otros también nos ayudan. Pero la gratitud es algo muy ajeno a nosotros. Si somos ingratos con nuestros padres, ya estamos preparados para ser ingratos con todas las demás personas: cónyuge, amigos, patrones, sociedad en general, etc.

Una vez leí un sarcasmo que reflejaba de manera muy elocuente nuestra naturaleza ingrata: “¿Quieres ser una mala persona? Pues busca a alguien a quien le hagas mil favores y cuando te pida el favor mil uno dile que no lo puedes hacer. En ese mismo instante, te convertirás en una mala persona”. Y es verdad, así también somos con Dios. Él nos da vida, salud, familia, trabajo, deseos, incluso tenemos todo, pero en la primera prueba cuestionamos su bondad e, incluso, su existencia. Reconozco que hay pruebas que nos hacen temblar y mueven toda nuestra estructura, pero no necesitamos pruebas de esa magnitud para demostrar nuestro descontento, por mucho menos estamos dispuestos a quejarnos y a ser ingratos con Dios.

La Biblia dice en 1 Tesalonicenses 5:18: “Dad gracias por todo, porque esta es la voluntad de Dios para con nosotros en Cristo Jesús”. Nuestro estado constante de gratitud no debe de ser solo por las cosas que Dios nos da, sino que, fundamentalmente, vivimos en un estado de gratitud por la salvación en Cristo Jesús.

A todos, en mayor o menor medida, nos incomoda esta parábola, ya que nos parece injusto lo sucedido; pero, cuando deponemos el orgullo y la envidia, empezamos a ser más agradecidos con Dios y la gente.

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