• Por Felipe Goroso S.
  • Columnista político

Aclarar que las encuestas son una herramienta científica para tomar decisiones y que son la fotografía del momento en el que se hicieron las consultas es tan repetitivo como cansino. Al igual que el antiguo debate de que si sirven como elementos de propaganda o de si son confiables o no. Lo debatimos en cada café, cada ronda de cervezas con amigos o en reuniones laborales. Ni hablar en las redes sociales y medios de comunicación. De hecho, esta columna es un ejemplo de esto.

En la semana, se publicaron las primeras dos encuestas nacionales en que se midieron a los candidatos a presidente de la República cuya elección se dará el 30 de abril de este año. En ambas los números muestran una diferencia muy amplia a favor de Santiago Peña, más de veinte puntos para apenas menos de noventa días restantes. En ambas, el derrotado sería Efraín Alegre. Recién en el tercer lugar se ven variaciones, una de ellas se lo otorga a Euclides Acevedo y otra a “Payo” Cubas.

La reacción no se hizo esperar, tan predecible como el calor de enero. Desde estudiosos, académicos con tantos títulos como les sea posible, periodistas, operadores y obviamente los propios candidatos salieron a poner en duda las encuestas y tirotear contra ellas. Se habló de “democracia de encuestas”, de “fraude democrático”, se puso en tela de juicio la honorabilidad e incluso la honestidad de los profesionales encuestadores. Se los envió al fuego del cadalso por una sencilla razón: las encuestas no les favorecían, no mostraban lo que querían que se muestre. A un Efraín Alegre ganando o tan siquiera con una diferencia menor y más cercano a la dupla de la ANR. Imperó una especie de histeria colectiva en las filas de la oposición y en los medios que la alientan y apoyan abiertamente.

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Sin embargo, cuatro años atrás, en la previa a las elecciones del 2018 en que se midieron Mario Abdo y el mismo Efraín, una de las encuestadoras que hoy están siendo cuestionadas, Ati Snead, publicaba una encuesta a mediados del mes de marzo que daba dos puntos de ventaja al candidato del PLRA. Quince días después, al inicio del mes de abril, la misma encuestadora volvía a publicar otra medición donde mostraba que esos dos puntos de diferencia se mantenían y que se había reducido el porcentaje de indecisos o que rechazaban a ambos candidatos había bajado. La algarabía era total, Ati Snead no solamente era creíble, sino que además era una especie de pitonisa que poseía el oráculo de la verdad en su mesita de luz. La elección, como todos lo sabemos la terminó ganando la ANR. Pero de verdad, el problema no es Ati Snead, ni Oima Data ni las siguientes encuestadoras que publicarán sus mediciones, que es altamente probable que muestren números similares, ni siquiera es el hecho de que si se quiere buscar y se sabe encontrar, se hallará que en algún momento la mayoría de las empresas que se dedican al rubro pudo haber mostrado una fotografía del momento, pero que cuyo resultado final de la elección no haya coincidido. Y eso, y hay que decirlo de una buena vez, no implica que se hayan equivocado ni que los encuestadores sean todos unos conspiradores contra la democracia ni ninguna otra pavada que algún politólogo con pose doctoral pueda opinar. En el fondo, el problema es que las encuestas están dando un nivel científico a lo que de hecho se percibe y se siente en las calles, en un asado entre amigos o en las oficinas, incluso en la sagrada mesa de los domingos en familia donde nuestros abuelos nos pedían que no se hable de política. Ese es el problema, un problema para la oposición, obviamente. Pero hasta ahí.

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