El domingo pasado con toda la Iglesia celebramos el bautismo. Juan, al principio, no sentía de hacerlo, pero después entendió que su ministerio era importante en la realización del proyecto de Dios. Seguramente este fue uno de los días más bonitos en la vida de Juan. Él vio la manifestación de Dios en Jesucristo con la bajada del Espíritu Santo. Fue un privilegio muy grande, él pudo contemplar la revelación de toda la Trinidad. Juan ya no tenía más dudas y decía: “Yo lo he visto. Por eso puedo decir que este es el elegido de Dios”. (Jn 1, 34).
Intento imaginar el sentimiento de Juan cuando “al día siguiente vio que Jesús le venía al encuentro”. Aquel a quien el Padre eterno había dicho “este es mi Hijo, el amado, este es mi elegido”, ahora venía a encontrarlo. En la vida suceden encuentros que cambian el rumbo de nuestra existencia. Juan sabía que este era uno de esos. Es por eso que exclama: “Ahí viene el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”.
Dentro de esta palabra “pecado”, Juan entendía todas las cosas negativas que nos perturban y descomponen nuestra vida, pues todo lo que es malo tiene su origen en el pecado. Jesús venía para quitar todas estas cosas. Él era la realización plena de la imagen del cordero expiatorio del Antiguo Testamento.
Muy interesante es que Jesús, después de su unción con el Espíritu Santo en el bautismo, se encontrara en primer lugar con su precursor. Importante es que ahora Juan entregue a Jesús lo que ya había preparado y él lo hace dando este testimonio para que los que le seguían en el momento sean además seguidores de Jesús. Juan era solo un medio de paso, nadie debería quedarse con él, era Jesús el Mesías, el salvador, el Cordero de Dios.
Con todo, estas palabras: “Jesús le venía al encuentro” tienen un sentido que va más allá de este texto. Ellas indican el movimiento de Dios. En Jesús es Dios que viene al encuentro de todos los hombres que peregrinan en este mundo. Nuestro Dios no es inmóvil como nos decían los filósofos.
Él es persona y viene al nuestro encuentro. Dios no es pasivo, no se queda simplemente esperando sentado en su trono de gloria. La celebración de la Navidad, como hicimos hace unos días, es la expresión máxima de este interés de Dios. Él bajó del cielo y se hizo hombre como nosotros. Vino a nuestro encuentro. Si el cielo estaba muy lejos para nosotros que somos tan limitados, ahora Dios está con nosotros. Él vino a nuestro encuentro. Basta no huir de Dios. Basta no cerrar la puerta. Basta ser capaz de acogerlo.
Los judíos decían: “¿Qué pueblo es igual al nuestro, que tiene un Dios tan cercano, un Dios que participa de nuestras luchas?”. Y hablaban así, cuando ni se les pasaba por la cabeza que Dios mismo se encarnaría, que él mismo vendría a habitar entre nosotros. Si los judíos hablaban en aquel modo, ¿cuál debería ser nuestra expresión hoy?
Nuestro Dios es realmente increíble, pues aun sin dejar de ser un Dios trascendente, al cual nadie puede agarrar y manipular, él es misteriosamente cercano, hasta mucho más de lo que podamos imaginar y nos invita al encuentro, pues está siempre presente.
No importa dónde estés, ni cuán lejos te encuentras, él igual quiere ir a tu encuentro. Él es como el buen pastor que sale a buscar la oveja perdida, y cuando la encuentra hace una fiesta.
Dios quiera que todos nosotros podamos verlo (reconocerlo) como Juan y exclamar: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”.
El Señor te bendiga y te guarde,
el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.