Hace exactamente 50 años, cuando en 1972 se desarrollaban los Juegos Olímpicos de Munich, mediante los cuales Alemania pretendía dejar atrás la mala imagen con la que Hitler había manchado el evento ecuménico en 1936 en Berlín, un comando palestino se escabulló de madrugada en la Villa Olímpica para hacer pública su lucha.
En el ataque a la delegación judía asesinaron a dos atletas y secuestraron a los nueve restantes integrantes del plantel deportivo. El grupo extremista palestino Septiembre Negro había organizado el operativo para exigir la liberación de 236 prisioneros, que estaban en poder de Israel.
Tras varias horas, las negociaciones no llegaban a buen término por lo que las autoridades organizaron un intento de rescate, pero la acción resultó fallida y hasta hoy ese suceso es recordado como “La masacre de Munich”. La Policía logró abatir a cinco de los ocho terroristas, pero no pudieron salvar a las nueve víctimas judías, a las que se sumó la vida de un oficial alemán.
Los tres palestinos sobrevivientes fueron capturados, pero menos de dos meses después exigieron ser liberados como canje para salvar a los pasajeros de la aerolínea Lufthansa, que habían sido secuestrados.
Horas después fueron liberados y llegaron a Libia como verdaderos héroes. El recibimiento fue realmente inolvidable. Inolvidable para ellos, que se sentían a salvo; inolvidable para Israel, que no podía dejar las cosas en la impunidad.
A partir de entonces, una de las agencias de inteligencia de Israel, el Mossad, se concentró en hacer justicia y en los siguientes meses, sigilosamente investigó sobre los responsables de la muerte de sus miembros del equipo olímpico.
Durante la operación encubierta conocida como “Cólera de Dios” no solo dieron caza a los organizadores de Septiembre Negro, sino que también a más de una docena de los militantes, desde Europa hasta Oriente Medio. Es que debían pagar por su acto de terrorismo, por la Justicia misma, pero lo más importante era para enviar el mensaje al mundo de que no había lugar en la Tierra en la que pudieran esconderse si atacaban a Israel.
De los ocho extremistas que atacaron la Villa Olímpica en 1972 solo uno se salvó, Jamal Al-Gashey, quien permaneció oculto y nunca más pudo tener una vida pública o normal.
Me cuesta imaginar esa clase de vida, encerrado, con miedo, viendo siempre sombras que se mueven detrás, pero es el precio que la sociedad exige cuando uno de sus integrantes comete traición a su deber como ciudadano y durante un tiempo se siente poderoso pisoteando a los demás y hasta un héroe en su entorno.
Apenas hace dos días Caacupé se llenó de fieles, miles de personas en caravana hicieron una fiesta de colores y esperanza, pero una persona como Jamal no se atrevió a salir, se escondió y no se animó a dar la cara. Su vida bajo las piedras está por comenzar y lo sabe. Teme, a pesar de toda la fortuna malhabida que acopió en los últimos años.
Monseñor Ricardo Valenzuela fue duro en su extensa carta al pueblo y a sus dirigentes. Recordó que estamos en tiempos electorales y que los ciudadanos están cansados de las autoridades corruptas y que es tiempo de demandas de la ciudadanía a quienes aspiran a ocupar cargos o a continuar en ellos.
El mensaje de Israel por lo de Munich de 1972 sigue vigente medio siglo después. No se puede dejar de castigar las malas acciones porque fomenta una sensación de impunidad y eso lleva a que las injusticias se encadenen una tras otra. Es importante que sepan que no existe un lugar en el que encontrarán la paz.