• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Fue un domingo, cuando la noche descargaba pesadamente su hastío del día siguiente. Asomaba la primera hoja del calendario de febrero del 2008. Una llamada inusual, por la hora, de Enrique Ruiz Díaz, por entonces director-propietario de la agencia de publicidad (con énfasis en política) Sistema 7. “¿Podemos encontrarnos en el tiempo que te lleve llegar de tu casa a la dirección que te voy a indicar?”, me consulta. Le respondí afirmativamente. Yo venía colaborando con él con algunos escritos para trípticos y letras para jingles dentro de la campaña presidencial de Blanca Ovelar, representante de la Asociación Nacional Republicana para las elecciones generales que se realizarían el 20 de abril de ese año. Apenas ingreso al lugar de la reunión encuentro a una persona extraña. Camisa holgada y pantalones anchos. Me llamó la atención porque su vestimenta no era el típico “estilo” paraguayo e, incluso, rioplatense. “Jaime Durán Barba”, lo presenta “Kike”. Después de agradecerme por haber contribuido con Rodrigo (ya no recuerdo el apellido), un joven argentino integrante de su equipo estratégico, con materiales sobre historia y doctrina del Partido Colorado, va directamente al punto de la convocatoria: “Queremos que le pongas el cascabel al gato”. Ni siquiera tuvo que explicarme para saber de qué se trataba. Particularmente, ya venía sosteniendo la misma presunción. Digo presunción porque no contaba con elementos de medición científica. Solo las señales de la calle. “El presidente (Nicanor Duarte Frutos), con su discurso, está perjudicando las chances de la candidata –me dijo–; alguien tiene que decirle que deje de hablar y que ya no suba al escenario”. Sin esperar un comentario siquiera, continuó: “Y ese alguien es usted”.

No necesitaba ser adivino para anticiparme a la respuesta del destinatario de tan lapidaria misiva. Su desbordada soberbia de los últimos años lo hacía previsible. Debo decir, sin embargo, que esa soberbia no era un nuevo producto del poder. El poder solo la expuso como un componente intrínseco de su personalidad. Solicité audiencia por los canales correspondientes y me avisaron que el presidente de la República me esperaba para las 17:00 en Mburuvicha Róga. Ya había antecedentes de encontronazos entre nosotros. Algunos públicos y otros no todavía. Por ahora. Me recibió a las 19:00, previa parada de una hora en el estacionamiento pegado a la caseta de seguridad compuesta por militares, sobre la avenida Kubitschek. La causa hacía soportable el desplante. Aunque edulcorado el pedido con poéticas metáforas, no me dejó terminar. Su rostro parecía anunciar un infarto: “¿Quién puta es Durán Barba? No entiende un carajo de la real política”. Y continuó en guaraní: “Yo soy el que moviliza el entusiasmo popular. Sin mi presencia cada acto sería un cementerio”. Sin posibilidad de esgrimir argumento alguno –porque no me dejó resquicio para hablar–, me despedí para comunicarle a mis mandantes el resultado de mi fracaso. Obviamente, utilizando el mismo edulcorante.

Fernando Lugo, de la Alianza Patriótica para el Cambio (APC), cuya principal estructura electoral era el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), ni siquiera había tenido el desgaste de una interna. Como sí la tuvo la ANR. Fue tan sangrienta que terminó en una herida de imposible cicatriz. El experto ecuatoriano, dos meses antes de las generales, presentía la debacle colorada. Por eso me insiste como último recurso encontrar a alguien con fuerte influencia sobre el mandatario. Se me ocurrió un solo nombre. Llegué, de nuevo, hasta Mburuvicha Róga, pero esta vez de incógnito. Lamentablemente, esa persona tuvo la misma reacción: “Nicanor ya no quería participar de las concentraciones, pero los dirigentes vinieron a rogarle para que no cometa ese error. Es el único que apasiona a la gente”. El mal ya se había contagiado al entorno. Todos los caminos se habían cerrado. Además, la traición ya tendía su manto sobre el partido oficialista. Luis Alberto Castiglioni nunca dejó de reclamar que fue derrotado por la vía del fraude. Y alentaba el voto en contra. Por otro lado, el propio Duarte Frutos se encargaba de socavar la autonomía de su candidata. Desde aquel 16 de diciembre del 2007, cuando en plena celebración le manoteó el micrófono a Blanca Ovelar para convertirse él, y solo él, en el centro de la victoria. Luego, en grupos más reducidos no paraba de alardear con su consigna: “Blanca al Palacio, nosotros al poder”. Por supuesto, la actual senadora estaba en conocimiento de tan deshonestos comentarios. “Si cree que me va a manejar, está muy equivocado”, me reiteró en varias oportunidades. La combinación de la soberbia y la traición sentenció la diferencia de 192.507 votos a favor del ex obispo católico.

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Estos recuerdos tienen dos elementos disparadores. El primero de ellos tuvo como escenario la ciudad de Capitán Miranda, Itapúa. Fue en el marco del segundo desembolso de becas –tardío, por cierto– para estudiantes universitarios por parte de la Entidad Binacional Yacyretá (EBY). Cuando Duarte Frutos se preparaba para su acostumbrado discurso, los jóvenes se levantaron en masa y abandonaron el lugar, según las informaciones proporcionadas por la corresponsal de este diario, presente en dicho acto. Y lo segundo, existen ciertos indicios de que el politólogo y consultor argentino Luis Castelli, contratado por quienes sostienen económicamente la campaña de Arnoldo Wiens, logró lo que Durán Barba no pudo. Desde hace dos semanas ni el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, ni el ex mandatario Duarte Frutos aparecen en escena al lado del aspirante oficialista. Algunos dicen que solo es una maniobra para revestir de una supuesta autonomía al ex ministro de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC). Otros aseguran que no van a aguantar mucho tiempo fuera de la tarima. Cualquiera sea el paso siguiente, por lo ocurrido en Capitán Miranda, don Jaime ya tenía razón quince años atrás. Buen provecho.

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