• Por el Hno. Mariosvaldo Florentino
  • Capuchino

El evangelio de esta semana nos ofrece una buena oportunidad para preguntarnos a nosotros mismos: ¿de verdad, yo creo en la resurrección de los muertos? ¿Yo creo que este mundo es pasajero, y que la vida eterna me espera? ¿La fe en la resurrección motiva mis acciones cotidianas?

En el tiempo de Jesús había un grupo grande de judíos que no creían en la resurrección. Ellos eran creyentes en Dios, y hasta respetaban las leyes del Templo y del culto. Para ellos las leyes morales y religiosas eran buenas e importantes para ayudar a convivir mejor en este mundo. Después de la muerte, creían que todos bajarían a la mansión de los muertos y nada más.

A veces, pienso que muchas personas que van a nuestras iglesias, que hasta son buenas, caritativas, sensibles y honestas, también no están muy convencidas de la resurrección. Participan de la Iglesia, creen en la importancia de tener una fe y formar una comunidad, pero el asunto de pos-muerte no les interesa tanto. Estas personas me parecen muy semejantes a los saduceos de la época de Jesús.

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¡Esto es una pena! No debería ser así.

Cuando rezamos el Credo de los Apóstoles, en sus últimas palabras decimos: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. Estas dos afirmaciones no pueden ser sólo palabras sueltas al viento. Deben ser para nosotros una piedra firme donde poder construir nuestra historia. Creer efectivamente en la resurrección y en la vida eterna puede y debe transformar profundamente nuestra existencia terrena.

Creer en la resurrección de la carne, significa que resucitaremos como personas, con nuestras características propias, señalados por nuestra historia terrena. Seremos como Jesús que aun resucitado tenía las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies, y su costado estaba traspasado. También nosotros en la resurrección tendremos las marcas de nuestro amor, de nuestras opciones, de nuestros esfuerzos... y seremos reconocidos por ellas.

Creer en la resurrección de la carne no quiere decir, que vamos a tener este mismo cuerpo, las mismas células, las mismas arrugas... las células que tenía cuando he nacido, ya no existen más, pero yo continúo siendo el mismo. Muchas características de mi cuerpo cambiaron, pero hay algo en mí que continua siempre y esto me da identidad. Cambian las células, pero las cicatrices continúan mostrándose y me hacen recordar de mi historia, quien yo soy. Algo semejante sucederá en la resurrección: tendremos un cuerpo glorioso, pero seremos siempre nosotros mismo con las marcas de nuestra historia. La resurrección de mi carne significa esto: yo, lo que soy, lo que hice conmigo en este mundo, resucitará para la eternidad, no que mis últimas células serán trasportadas al cielo. Tendré un cuerpo glorioso, pero seré yo mismo, con mis marcas, con mi modo de ser.

Lo mismo pasó con Jesús después de su resurrección.

Los discípulos parecían que no lo reconocían, pero cuando veían el modo como partía el pan se les abría los ojos; cuando guardaban sus manos y tocaban su costado se quedaban seguros; cuando escuchaban su voz, hacían lo que él les ordenaba y el resultado era una pesca milagrosa, decían con entusiasmo “¡es el Señor!”.

Creer en la vida eterna es tomar conciencia de que este mundo es muy importante, pero es pasajero. Por eso, debo saber aprovechar bien las oportunidades que Dios me da en este mundo, sin perderme en cosas inútiles, sin apegarme a lo que no podré llevar de aquí.

Creer en la vida eterna no es despreciar la vida actual, es saber aprovecharla bien. Es saber que para toda la eternidad tendré las marcas que me hago aquí. Seré eternamente lo que me construyo aquí. Por eso es muy importante mejorarme, descubrir mis defectos, y buscar cambiarlos. Evitar las cosas que me desfiguran, el pecado, el egoísmo, la maldad...

Nuestros santos: la Virgen María, san Francisco, Madre Teresa de Calcuta... son en la eternidad lo que se hicieron aquí... ellos creían en la vida eterna y supieron modelarse para ser eternamente santos.

En el cielo seremos como ángeles, no tendremos las mismas necesidades que tenemos aquí, pero igual seremos siempre nosotros mismos, nos conoceremos y llevaremos a la plenitud todo el amor que aquí hemos empezado.

Por eso mi hermano, mi hermana: es fundamental creer en la resurrección. Que nada ni nadie nos distraiga y nos haga pensar que las cosas de este mundo valen por lo que son ahora. Porque de verdad, ellas valen por las marcas que nos dejarán.

El Señor te bendiga y te guarde.

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la paz.

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