Sin dudas la presunción es un gran problema en la vida de muchas personas.

Creo que todos nosotros ya tuvimos momentos que pensamos ser mejores que los demás, o que queremos ser valorados como ejemplos, o que creemos saber hacer de un mejor modo, o que juzgamos tener la mejor idea, o que condenamos los demás sin conocerles bien...

Naturalmente nuestra tendencia es colocarnos sobre los demás, o colocando en evidencias nuestras cualidades o entonces manifestando, y hasta exagerando, los defectos y problemas de los otros. Basta estar un poco atento a lo que hablamos. (Sería interesante gravar nuestras conversaciones durante todo un día y después catalogar).

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Generalmente, cuando hablamos de nosotros mismos, nos gusta contar nuestros éxitos, nuestras intenciones, nuestros trabajos, nuestras virtudes... raras veces hablamos de nuestros defectos, de nuestros pecados, de nuestras mezquindades, y cuando lo hacemos, es muy común que busquemos siempre justificarnos, pues aun lo feo que admitimos tener, queremos que parezca bello con la justificación que le damos. Nos cuesta mucho asumir nuestros lados más oscuros. (Creo que esta es la gran dificultad que todos dicen tener para confesarse: pues allí deberíamos hablar de nuestros pecados, asumir nuestra maldad, desenmascarar nuestro egoísmo... sin asomar justificaciones. En verdad, no queremos que nadie tenga una imagen fea de nosotros).

Sin embargo, cuando es para hablar de los demás, especialmente de las personas con las cuales convivimos, parece que tenemos una necesidad de destacar sus defectos. Parece que no nos quedamos satisfechos mientras hablamos de cosas buenas de los demás, siempre tenemos que encontrar un pero y le agregamos algún defecto. (Creo que es por eso que en las confesiones muchas personas acaban siempre por hablar de los defectos de las personas con las cuales se tiene algún problema, pues la culpa siempre tiene el otro). Parece que sentimos placer, que nos divierte, o que nos satisface la murmuración.

De hecho, cuando el fariseo fue hablar con Dios, le dijo así: “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano que está ahí. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todo lo que tengo.”

Es cierto que aquel fariseo seguramente hacía muchas cosas buenas en su vida, pero esto no le daba el derecho de creerse mejor que los demás, y mucho menos de despreciar a nadie. El engreimiento es tan terrible que destruye en el hombre hasta lo que tiene de bueno. La presunción nos separa y aleja de los otros. Nos hace incapaces de reconocer la bondad y la belleza presente en los demás. Nos hace perder el respecto por ellos.

La Palabra de Dios quiere ayudarnos a vencer esta situación. Nadie debe creerse “el justo”, o “el santo”, o “el perfecto”. Jesús nos ofrece el remedio, Él nos invita a entrar en la escuela evangélica de la humildad y del servicio:

“Quien no tiene pecado que tire la primera piedra”;

“Quien se humilla será exaltado”;

“Quien quiere ser el primero que se haga el último y servidor de todos”;

“Recuérdate hombre que eres polvo y al polvo retornarás”;

“Quien está de pie, que se cuide para no caer”.

El publicano, aunque lleno de pecados, es quien hizo la oración justa. Él consiguió tocar el corazón de Dios. Su gesto de humildad valió mucho más que las muchas buenas obras que había hecho el fariseo. Su oración sencilla, que no buscaba humillar a nadie, sino a sí mismo. Que no buscaba aplausos y reconocimiento, sino reconocer la grandeza de Dios. La confesión de su pecado era al mismo tiempo confesión de su FE en la gracia de Dios, en el misterio de la salvación que solo Dios puede darnos.

Que el Señor nos dé la gracia de decir como el publicano: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”. Y que nuestros gestos y actitudes sean coherentes con nuestras palabras: como el publicano que “se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho”.

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

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