• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Todo poder desgasta, principalmente el político. Y una mala gestión desgasta por completo. La ineptitud, los vicios, y la utilización abusiva e incorrecta de los medios para alcanzar los efectos deseados (Russell) restan vigor y autoridad a cualquier gobierno. La contaminación interior debilita las estructuras. Pierden fuerza. Y legitimidad. En una democracia constitucional los mandatos tienen fecha de vencimiento. En ese balance de sumatoria de los aciertos y resta de los errores la percepción del pueblo, donde la subjetividad no está ausente, es la que evalúa y enjuicia tal o cual administración. Incluso, en aquellas donde la eficiencia fue su impronta, el tiempo es un elemento corrosivo que erosiona hasta las imágenes más sólidas. En países como el nuestro, donde no existe la posibilidad de la reelección presidencial, un año antes de concluir su período, el jefe de Estado empieza a experimentar el síndrome de la soledad. Y el abandono. Ya solo le rodean los amigos de verdad y aquellos arribistas que sin escrúpulos ni pudor amarran sus lealtades a los privilegios y ventajas del cargo. Son los que, después, correrán detrás del carro del vencedor para continuar viaje, aunque sea en la estribera. Sin ninguna dignidad y con derroche obsceno de servilismo.

El presidente de la República que se está yendo sueña con prolongar su poder a través de un delfín designado a dedo. Un deseo absolutamente legítimo. Ya lo abordamos en otras ocasiones. Así como es innegable que la crítica a ese poder que está agonizando suele tener mayores réditos electorales. Especialmente si se trata de un gobierno que defraudó las expectativas hasta de aquel que no tenía expectativas. El de Mario Abdo Benítez hijo es una sucesión de cuadros de improvisación, inutilidad, ineptitud y latrocinio. De lo que apenas emerge a la superficie, denuncias periodísticas mediante, ya estamos ante una de las administraciones más corruptas y deshonestas de toda la era democrática. Se está lucrando con la necesidad de los desheredados sociales, que es la manifestación más execrable de la degradación humana. Ayer fueron los recursos que estaban destinados para enfrentar la crisis sanitaria provocada por el covid-19; hoy, aunque en otros rubros, se continúa utilizando el nombre de los pobres para el enriquecimiento ilícito de los miembros del círculo presidencial.

Los candidatos y precandidatos que ostentan la insignia del oficialismo se encuentran en una permanente encrucijada. Forman parte de un gobierno del que no pueden renegar, a pesar de una gestión marcada por el fracaso, el despilfarro y el saqueo. Y reivindicarlo es un seguro suicidio electoral. La recomendación de los marketineros políticos es que tomen distancia, pero sin que se perciba una eventual, cuan mentirosa, fractura. Entonces, la esquizofrenia contagió con sus síntomas a varios representantes del proyecto gubernista. Y han pretendido transferir a la sociedad su desorden mental, su pérdida de contacto con la realidad y el trastorno que distorsiona sus pensamientos. Esa es la patología que evidencian cuando quieren que asumamos como verdad lo que solo ellos ven y dicen. El primero de todos fue el propio Mario Abdo Benítez, quien justificó su candidatura a la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana alegando que era su propósito “devolver su tradición, principios y valores al coloradismo”. Es, justamente, en el ejercicio del poder que un partido político pone en práctica sus principios y valores. Durante estos últimos cuatro años lo que menos interesó al mandatario fueron los lineamientos doctrinarios de la ANR. Su escasa formación intelectual se agravó con la desacertada elección de sus mediocres colaboradores.

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El otro personaje desdoblado es el precandidato presidencial Arnoldo Wiens. Su furibunda “crítica” al régimen de salud pública no se compadece de su condición de ingrediente activo que contribuyó al deterioro de uno de los pilares esenciales de la justicia social. Y, de paso, está unido umbilicalmente al jefe de Estado –encadenados en un mismo proyecto electoralista–, quien es el responsable directo de la situación en que se encuentra el área cuestionada. En idéntica línea se inscribió hace días el pretendiente a la gobernación del departamento de Itapúa, Rogelio Benítez, quien fuera ministro del Interior y de Obras Públicas y Comunicaciones durante el gobierno de Nicanor Duarte Frutos. Fustigó a los ministros que no asumen su coloradismo para “hacer campaña por Mario Abdo Benítez y Arnoldo Wiens”. Dos hechos puntuales de lógica básica: primero, esos ministros dependen precisamente de la lapicera de Mario Abdo Benítez y, segundo, son empleados del Estado y no de un sector político-partidario específico. No se les puede obligar. Y si tienen otra opción electoral deberían renunciar. No es muy complicado.

Otro que anda extraviando permanentemente los límites entre la ficción y la realidad, navegando entre la exaltación repentina y los prolongados silencios, es el ex presidente de la República, Nicanor Duarte Frutos, quien cargó sobre sus espaldas el proceso presidencialista de Arnoldo Wiens. Es el jefe y vocero fáctico del operativo. Aunque se empecina en aclarar que él no está en campaña ni es candidato, para evitar acusar recibo en el futuro, ha reforzado el único estilo discursivo que conoce: el del insulto hacia sus adversarios. Fue el que, más allá de las decisiones individuales, habló en nombre del oficialismo para confirmar que no se va a abrazar con el “cartismo”. En ese laberinto de incongruencias, Duarte Frutos se juega sus últimas cartas políticas. Si triunfa el proyecto que está tratando de animar con agravios y detracciones, se presentará como el padre espiritual de Wiens. En caso de una derrota, ya aclaró que él no está “en campaña” ni es “candidato”. De todas maneras, si ocurriera lo último, no podrá rechazar, por más que se esfuerce, una nueva presea para su gastado uniforme de “mariscal de la derrota”. Buen provecho.

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