La Iglesia nos propone para este domingo las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas, que nos enseñan hasta qué punto llega la misericordia del corazón de Dios-Padre. En los años anteriores cuando ya encontramos este evangelio hemos meditado justamente sobre esta capacidad infinita de perdonar de Dios que supera todos nuestros parámetros. Hoy queremos meditar sobre otro aspecto, el cuánto nos cuesta ser misericordiosos con nuestros hermanos. De hecho, al final de este evangelio Jesús nos habla del enojo del hermano mayor con la actitud misericordiosa del Padre. Por hermanos entendemos no solo los hermanos de sangre como también los miembros de una comunidad religiosa, o hasta colegas y amigos de un determinado grupo social.

El hecho es que, desde del inicio del mundo la relación entre hermanos fue siempre marcada por el conflicto, por los celos, por la disputa de poder y privilegios. Ya los dos primeros hermanos que existieron (Caín y Abel) uno mató al otro. Aun encontramos que Jacob robó la bendición de la primogenitura a su hermano Esaú y quedó con todos los derechos que no le correspondían. También los hermanos de José lo querían matar a causa de los celos, pero al final lo vendieron como esclavo. Y los ejemplos podrían aun continuar...

La relación entre un hombre y una mujer es sostenida por el deseo, por el amor... los dos sienten necesidad entre sí para completarse. La relación entre el padre (o la madre) y el hijo es estimulada del hecho de que los hijos son en un cierto modo una prolongación de uno mismo. Sin embargo, entre hermanos no tenemos una motivación natural que nos una. Al contrario, un hermano generalmente lo sentimos como una amenaza. Es alguien que llega para robarnos la atención, el afecto, el espacio... Basta recordar los celos de los niños cuando les nace un nuevo hermanito. Son los padres los que deben enseñar a respectar, a compartir y a amar a los hermanos. Aun así, al final siempre se queda algo: siempre tenemos algo que reclamar con nuestros padres en relación con nuestros hermanos: a veces nos parece que prefieren al otro y que a él siempre hacen más.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Es muy común que después de que los padres se vayan, empiecen a crecer muchas diferencias entre hermanos. La repartición de los bienes en general es muy problemática y fuente de muchas luchas y divisiones. Como el hijo mayor de la parábola, gritamos siempre por justicia y queremos impedir que nuestros padres sean misericordiosos con nuestros hermanos. Como el hijo mayor, esperamos que el padre castigue nuestro hermano delante de nosotros, que le llame la atención, que le trate con dureza.

Cada hijo, en la intimidad, siempre cree que tendría más derecho que los otros, y hasta sería capaz de dar muchas razones para esto. Con todo, lo que secretamente nos mueve son estos celos, es nuestra inseguridad, es nuestra rabia por no ser únicos en el mundo. Reconocer al otro y tener que compartir con él la vida, los afectos, los bienes... es siempre un gran desafío.

Es justamente esta relación entre hermanos que necesita ser iluminada y transformada por el evangelio. Jesús vino al mundo para proponernos un nuevo modo de ser hermano. Al contrario de Caín que mató a su hermano, Jesús vino para dar su vida por sus hermanos.

Él es el hermano, el primogénito, que libre de cualquier celo y de envidia quiso (y quiere) solamente el bien para sus hermanos; que en vez de pedir al padre que haga justicia con nosotros, aceptó pagar nuestra deuda cargando la cruz; que en vez de querer la herencia toda solo para sí, está buscando siempre nuevos hermanos con quien compartirla; que siendo el primogénito en vez de querer que todos lo sirvan, prefiere lavar los pies de sus hermanos; que en vez de enojarse con la fiesta que el padre hace por cada hijo que retorna a su casa, ofrece su propia carne para el banquete...

Este es el único modo de cambiar el mundo: aprender a ser hermano como y con Jesús.

Debemos descubrir y reconocer que dentro de cada uno de nosotros naturalmente existe un Caín siempre dispuesto a asesinar a quien nos hace sombra, a quien tiene algo mejor que nosotros, a quien nos roba la cena, o quien juzgamos que haya cometido algún pecado... Este Caín necesita ser combatido y transformado en Cristo, listo para servir, para amar, para perdonar y hasta para dar la vida por el hermano. Santos como Francisco de Asís, Vicente de Paúl, Teresa de Calcuta... lo consiguieron. Ellos vivieron una nueva relación con sus hermanos. También nosotros podemos hacerlo. La eucaristía de cada domingo debe ayudarnos en este proceso de cristificación.

El Señor te bendiga y te guarde,

el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

Déjanos tus comentarios en Voiz