• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Un extenso cuan iluminador mapa es el que dibuja Bobbio tratando de resolver esa compleja y tirante relación entre la ética y la política, entre la moral y la praxis, partiendo de discusiones que empezaron a plantearse desde Maquiavelo en adelante. Varios intelectuales, especialmente desde la filosofía política, no se propusieron la resolución del conflicto, sino la interpretación del fenómeno y, en algunos casos, la justificación de una irremediable separación entre ambas. Donde nuestro autor se muestra inflexible es cuando afirma que “una conducta que precisa ser justificada es la que no se adapta a las reglas. No se justifica la observancia de la regla; es decir, la conducta moral”. Si prevaleciera siempre el criterio de la excepción (aquella que requiere ser justificada), ya no se trataría de una excepción ni existiría la regla.

A razón de una mayor comprensión, es necesario extendernos en las citas: “La ética política es la ética del que ejerce la actividad política. Ahora bien, la actividad política en la concepción de quien desarrolla su propio argumento partiendo de la consideración de la ética profesional no es el ejercicio del poder en cuanto tal, sino del poder para la consecución de un fin que es el bien común, el interés colectivo o general. No se trata del gobierno sino del buen gobierno”. La consecución o no de ese fin específico (el bien común) es la línea demarcatoria para diferenciar las calificaciones de cómo es un gobierno. Y remata, sin titubeos: “Buen gobierno es aquel que persigue el bien común, mal gobierno el que persigue el bien propio” (Teoría General de la Política, Norberto Bobbio, 2003). Desde el observatorio de estas premisas claras y sencillas, la conclusión es de formulación inequívoca. Basta el sentido común para que el ciudadano evalúe su propia condición socioeconómica. Miles han sido alcanzados por los coletazos de la pobreza extrema mientras las autoridades ostentan sus privilegios sin pudor alguno, en una manifestación perversa de la corrupción impune.

Acostumbrados a servirse del Estado, algunos aumentaron sus fortunas, modernizaron sus estancias, ampliaron sus mansiones, y todos sus familiares conducen costosos vehículos cuya adquisición jamás podrán acreditar por los conductos de la licitud. Los demás empezaron a acumular bienes despojando a la ciudadanía más humilde de los recursos que deberían ser invertidos en salud, educación y vivienda, entre otras necesidades básicas insatisfechas. Este gobierno y los integrantes de su círculo más inmediato –el ojo del pueblo puede atestiguarlo– solo persiguieron y persiguen el bien propio. Es la imagen más execrable del latrocinio, de la incompetencia, de la inmoralidad más ruin y de los pseudointelectuales que, sin alcanzar la edad de oro, pasaron directamente a la decadencia decrépita. De los que pretenden predicar la conducta de la que carecen buscando justificarse con el retorcido método de sacrificar los principios por los resultados. Se disfrazan las maniobras para direccionar licitaciones, se recurren a contrataciones directas apelando a una urgencia hoy inexistente.

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El propio presidente de la República vende asfalto a las empresas encargadas de construir rutas. Han lucrado con la salud de la gente en plena pandemia, sin importarles la vida del prójimo, sino el crecimiento acelerado del patrimonio particular. Los préstamos internacionales para enfrentar el covid-19 se han evaporado sin explicación ni rendición alguna. Más de 19 mil fallecidos es el saldo trágico de la improvisación y el saqueo al Estado. Sin que hayan considerado siquiera la licitud de los medios y la legitimidad de los fines, se jactan de kilometrajes de rutas que después del 15 de agosto del año próximo las nuevas autoridades deberán auditar en longitud y calidad. En tiempos de canales de comunicación democratizados y abiertos, la propaganda sigue mintiendo, pero ya no engaña.

Este gobierno de inescrupulosos se ha desentendido de los pacientes oncológicos, de los compatriotas que padecen y mueren de cáncer. El Instituto de Previsión Social (IPS) contrajo una deuda de 242 millones de dólares por la compra de medicamentos, pero sus farmacias están vacías. En el Hospital de Clínicas, los usuarios deben comprar hasta hilo para suturas y jeringas. Lo confirmó el propio director del nosocomio, doctor Jorge Giubi. La Contraloría General de la República ha constatado despilfarros en varios entes públicos. Cientos de escuelas se encuentran en condiciones precarias. Los alumnos dan clases bajo los árboles por temor al derrumbe de los resquebrajados edificios.

En tanto la empresa del señor Mario Abdo Benítez tuvo un crecimiento alevoso en los últimos cuatro años; Arnoldo Wiens posee el triste récord de obras encarecidas a niveles siderales, sobrepasando, en algunos casos, los sobrecostos estipulados por ley. Su “pasarela de oro” ya le ha catapultado al olimpo de la inmortalidad. Yacyretá, bajo la dirección de Nicanor Duarte Frutos, es una caja de Pandora. Continúa su resistencia autoritaria a transparentar su gestión, recurriendo incluso al auxilio de la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, esto es solo una retrasada bomba de tiempo, cargada de corrupción. En todos estos casos, las explosiones serán intensas. Y expansivas. Los papeles tendrán mucho que decir. Mario Abdo Benítez nunca tuvo intención de hacer un buen gobierno. El Estado como botín de guerra fue su única bandera. Bandera de filibusteros, irredimiblemente delincuentes. Buen provecho.

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