• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Cuando el crimen organizado se enseñorea de un país, inficionando sus instituciones y perforando las diferentes clases sociales, se borra la línea que nos identifica a unos y nos separa de los otros. Las guerras declaradas entre los clanes por el dominio de las regiones ya no se reducen a la balacera entre sus miembros. En ese territorio de la barbarie cualquiera puede ser la siguiente víctima. El sicariato no necesita de razones. Le bastan los rumores. El presupuesto de estos grupos sanguinarios incluye a los muertos por error. Los efectos expansivos de esta violencia provocada por estructuras criminales que actualmente se enfocan con preferencia en el narcotráfico -aunque siempre ligado a otras actividades delictivas- también alcanzan a personas inocentes. Lo que pensamos que era una realidad ajena y lejana, hoy es la nuestra. Fueron tanteando terreno hasta donde les permitieran los organismos de seguridad. La detectada fragilidad de las fuerzas policiales de investigación, prevención y represión le abrieron el pasaje al departamento Central. Y ahora ya se instalaron en Asunción.

Los asaltos con armas automáticas y a discreción en bautismos, cumpleaños, casamientos o discotecas en las ciudades mexicanas parecían historias irreales. Por ajenas y lejanas. El caso más dramático de la libertad e impunidad con que se mueven estos asesinos podemos representarlo en la masacre de Allende, un municipio de Coahuila, atacada y dominada durante tres días por 70 sicarios, destruyendo casas particulares y comercios, con 42 desaparecidos (quemaron a sus víctimas), según los datos oficiales, y 300 de acuerdo con las versiones de los lugareños. A las repetidas matanzas en la localidad de Capitán Bado, con múltiples muertos, de tan repetidas, dejamos de prestarles atención. Así se fueron amontonando cadáveres mientras perdíamos espacios de seguridad.

La memoria registrada nos demuestra que son jueces, fiscales, jefes policiales y periodistas los blancos recurrentes de la mafia. Para quienes ya tenemos cierta edad, una noticia internacional impactante fue el atentado en que perdieron la vida el magistrado italiano Giovanni Salvatore Falcone, el 23 de mayo de 1992, su esposa y tres guardaespaldas. La Cosa Nostra ordenó su muerte, materializada cuando el elegido como ejecutor hizo detonar un explosivo colocado en la carretera a Palermo por donde iba transitando uno de los jueces más famosos y admirados por su coraje de la Italia de aquella época. Un año antes, el 26 de abril de 1991, nosotros recibimos el primer disparo que nos advertía sobre el futuro del país si no se establecía una estrategia inteligente e implacable contra el narcotráfico. El asesinato del reconocido hombre de prensa, Santiago Leguizamón, en Pedro Juan Caballero, en manos de sicarios contratados por “empresarios de frontera” provocó una gran conmoción ciudadana y mucha gesticulación, pero escasa o nula reacción del gobierno de entonces. El día elegido, el del Periodista, lejos de ser una mueca sarcástica del destino, fue un premeditado mensaje para todos los trabajadores de la comunicación.

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Lamentablemente, nuestras airadas manifestaciones de protestas son episódicas. El 10 de octubre de 1994 es asesinado el director de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) general Ramón Rosa Rodríguez, en plena calle de Asunción. El victimario fue uno de sus colaboradores más cercanos, también militar. Y llegamos al fatídico año 2022. Las muertes por encargo se habían duplicado, pero a nadie les preocupaba porque formaban parte de la rutina de ajustes de cuentas entre delincuentes. Los días previos a domingo 31 de enero se reportaron varios casos, perdidos en las páginas anónimas de los periódicos impresos. Ese día, en medio de un multitudinario concierto, aparte del blanco seleccionado por los sicarios, matan a la señora Cristina “Vita” Aranda, muy conocida en el mundo mediático y esposa de otro conocido jugador de fútbol del club Olimpia. La respuesta del presidente de la República, Mario Abdo Benítez, de que “esto va a seguir” causó tanta indignación como el crimen mismo. El mandatario se encargaba de corroborar su absoluta incompetencia para garantizar seguridad a la ciudadanía.

El asesinato del fiscal contra el Crimen Organizado, Marcelo Pecci, en las playas de Barú, Colombia, vuelve a sacudir los cimientos de nuestra sociedad. Así como aquel 26 de abril de 1991, el martes 10 de mayo del 2022 será recordado como el día que los que viven al margen de la ley “cruzaron la línea”, como lo expresara gráficamente el fiscal Federico Delfino. “Dieron el paso adelante que nunca quisimos”, sentenció. Era previsible en un gobierno que nunca logró establecer una política de Estado en materia de seguridad. No había tiempo, porque el Poder Ejecutivo anda de proselitismo partidario a tiempo completo. Se trata de una asignatura fundamental sobre la que ya no se puede improvisar. El próximo presidente de la República que así no lo entienda, será condenado por un anticipado fracaso. Porque ya no es una realidad ajena y lejana. Ahora, también, es nuestra.

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