EL PODER DE LA CONCIENCIA

De vez en cuando regresa del pasado la anécdota del pirata Patupayó, pues a pasar de los siglos siempre sigue vigente y deja sus enseñanzas.

Y es que hacia el siglo XVII por “las mares océanos” navegaba con su banda un forajido muuuy malo, cuyo nombre era evitado pronunciar incluso por sus propios hombres, que le tenían pavor, aunque lo seguían sin dudar.

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Con un viejo velero acechaban a sus presas, y veloz como el viento, en un abrir y cerrar de ojos “saludaban” a los incautos navegantes con una cerrada andanada de balas de cañón. Y antes de que se disipara la nube de pólvora, los piratas ya lanzaban sus garfios e inmovilizaban el navío atacado para abordarlo y poder saquearlo a sus anchas.

Todo el que se resistía era conducido con mucha devoción al paraíso y los que se portaban bien tenían la dicha de convertirse en esclavos. Así, el negocio cada vez resultaba más lucrativo... para el pirata, no tanto para sus compinches, que solo recibían las migajas.

Era normal que tras finalizar una nueva captura, y asegurada “la mercancía”, todos los protagonistas se reunieran en cubierta para repartir el botín. Y era el capitán el encargado de esta noble labor, nada justa para los demás, aunque sí para él.

Tomaba las joyas, el oro y todo cuanto de valor hubiere, y los distribuía de la siguiente manera: -Patú, payó; payó, pamí. Traducido, quería decir: “Para vos, para mí; para mí, para mí”. Es decir, una moneda era entregada, luego él tomaba una esmeralda, un rubí, un diamante. Y así “repartía” la renta y finalmente todas las ganancias se las quedaba él, mientras sus hombres, unos seres de la peor calaña, solo se atrevían a mascullar porque no entendían cómo era posible que todo el trabajo y riesgo los ponían ellos y las ganancias se las guardaba el capitán pirata.

Eran en la nave un vivo y casi una cincuentena de descontentos subyugados que aceptaban la situación sin comprender por qué las cosas eran de esa manera.

Esta imagen me recuerda lo que sucede en estos momentos en Ucrania, donde las élites dicen que quieren la paz, pero al mismo tiempo cada día envían más armas.

Las élites parecen enfermas. Se reúnen en cómodas e interminables reuniones en las que toman café y comen bocaditos para decidir qué nuevas sanciones van a imponer como si estuvieran en el cine y salieran en el intervalo para comprar pororó y gaseosas y luego volvieran a entrar en la sala para continuar viendo una película.

Quisiera que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, saliera de su sala de cine y fuera a ver la realidad. No en Ucrania, donde sus “importantes” acciones no hacen ni cosquillas, no, porque allí la gente muere. Las mujeres y niños tratan de huir para no ser violados y asesinados, mientras los maridos, hermanos y padres son obligados a empuñar armas que ni saben usar para “defender”... ¿defender la patria? ¿Defender al demencial Zelenski? ¿Defender a los neonazis?

Von der Leyen más bien podría ver lo que sucede en alguno de los 27 Estados miembros de la UE, como Hungría, Eslovaquia, Bulgaria, República Checa, o en Alemania o España. Allí la gente que ella dice representar sufre las consecuencias de sus errores.

Mientras que las élites de esos países se ponen de acuerdo en seguir jugando, en los hogares falta agua caliente, electricidad, los combustibles están incomprables y los alimentos empiezan a escasear, en tanto las industrias colapsan y la inflación se dispara. Desde lejos, la hambruna ya comienza a cantar. Suena a dialecto africano.

Estas élites viven en otro mundo. A ellas no les falta ni comida ni dinero. Les basta con estar en ese recinto de poder para olvidar la palabra empatía.

No son conscientes, como los piratas que saquean tesoros de otras personas. Los unos, siglos atrás, recorrían los océanos robando las pertenencias ajenas; los otros, en la actualidad, viven protegidos en seguros recintos desde donde en sesiones telemáticas deciden sobre la suerte de las pertenencias ajenas.

En esa nave, unas decenas de avivados dirigen el destino de millones de descontentos subyugados que aceptan la situación sin comprender por qué las cosas son de esa manera.

El caso del pirata no es un cuento. Basta con cerrar los ojos y también en este país se puede oír “Patú, payó: payó, pamí”.

Aquí, las élites que dicen representar a la gente tampoco respetan la ley.

El Presidente, quien debiera trabajar por el bienestar de todos los ciudadanos, comienza a tener las primeras fiebres del miedo de dejar el poder y busca apoyo en quienes lo rodean. Pero los bufones se burlan a sus espaldas. Está solo.

El Vice, quien debiera trabajar y coordinar con el Congreso, hace tiempo olvidó sus funciones y se lanzó a una ilegal campaña política en la que solo ganan sus amigos cercanos.

Eran en la nave un desastre, un avivado y millones de descontentos subyugados que aceptaban la situación sin comprender por qué las cosas eran de esa manera.

Cerrando los ojos y prestando atención se puede escuchar un tenue murmullo: “Patú, payó: payó, pamí”, pero las arcas ya están vacías. Las élites siguen repartiendo cargos y promesas con tal de no caer.

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