El cristianismo debe ser relevante. Desde su inicio lo fue. Jesús fue tan relevante que dividió la historia en: antes de Cristo y después de Cristo (aC/dC).

Vemos que los apóstoles mostraron ser relevantes al conquistar ciudades enteras para la fe en Cristo, no con armas ni imposición sino con el Espíritu Santo de Dios, la Palabra de Dios y el poder de Dios. “Estos que trastornan el mundo entero están acá” (Hechos 17.6).

La Iglesia primitiva y los cristianos de los dos primeros siglos después de los apóstoles impactaron tanto el mundo que, en el tiempo de Constantino, el mismísimo imperio Romano se tuvo que aggiornar a ella como estrategia política para no caer.

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Cien años después de esto, ya en el siglo V, la Iglesia se mimetizó tanto con el mundo, la política y el dinero que no pudieron más implantar la fe como lo hicieron Jesús, los apóstoles y los padres de la Iglesia; entonces, empezaron a imponer la fe a base de persecuciones y presiones que nada tenían que ver con el mensaje cristiano. La cúpula y el liderazgo de la Iglesia se convirtieron en un poder político y militar totalmente alejado de su llamado a ser relevantes con la Palabra de Dios y la dependencia del Espíritu Santo, y esta línea fue bajada a casi todos los estratos de su estructura. Pero siempre hubo un remanente fiel que se mantuvo ceñido a la Gran Comisión dejada por Jesús de ir y predicar el evangelio haciendo discípulos y bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28.10-20).

En la Reforma protestante, la Iglesia tuvo un avivamiento. El quebrantamiento de los reformadores (que no fueron solo Lutero y los que vivieron en su tiempo) fue que la Iglesia volviera a la Palabra de Dios, a las doctrinas apostólicas y a la vida de servicio al pobre y a los menos favorecidos. De hecho, la Iglesia de los primeros tres siglos se propagó entre los esclavos, los convictos convertidos, la gente más humilde, entre las caballerizas, los establos, las campiñas, los ignorantes, los marginados. Desde ahí empezaron, y en ese ambiente creció lo que luego absorbería al mismísimo Imperio Romano. Esto lo vemos como ejemplo de Jesús que dijo, en Lucas 7.22: “...Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el evangelio”. Este no es precisamente el sector élite de la sociedad. Los que tenían problemas físicos o estaban enfermos eran totalmente marginados y excluidos, eran pobres, mendigos, parias de la sociedad, a ellos fue el Maestro. No buscó congraciarse con el poder de turno o con los acaudalados de su época ni con los influyentes como una manera de propagar el evangelio. Jesús lo hizo a la manera de Dios.

Esto no significa que Dios no tenía escogidos y un redil entre la gente más privilegiada. Vemos que el evangelio también llegó hasta el palacio de Herodes: Manaén, que se había criado junto con Herodes el tetrarca (Hechos 13.1). Una próspera mujer vendedora de púrpura llamada Lidia (Hechos 16.14). En tiempos de Jesús fueron convertidas personas de alto nivel social y económico, así como con poder político y religioso tales como Jairo, Nicodemo, José de Arimatea y Zaqueo, por nombrar algunos.

Pero el enfoque siempre estuvo con el menos favorecido, con el que no tiene oportunidad, con el que es oprimido por el sistema, con el enfermo, con el marginado. Ahí estuvo el poder del evangelio, ahí había conversiones más sinceras, ya que no había lugar para el orgullo ni la autosuficiencia. De ahí Dios quitó a sus más grandes guerreros espirituales.

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