Leyendo este evangelio de la mujer adúltera, y también recordando al hijo mayor, que quería condenar a su hermano en el evangelio de la semana pasada, nace espontáneamente en mi corazón unas preguntas:

¿Por qué es tan fácil para nosotros juzgar y querer condenar a los demás?

¿Por qué tenemos tantas ganas de apedrear a los otros?

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¿Qué ganamos con esto?

¿Por qué nos gusta tanto comentar los defectos ajenos, o contar sus errores?

Ciertamente es una de las consecuencias del pecado original que descompuso nuestro ser natural. Desde aquel día nuestras relaciones con los demás se quedaron muy difíciles. Se volvió difícil la convivencia fraterna, la amistad empezó a ser un gran desafío, el matrimonio como complementariedad para vivir en amor, respeto y fidelidad, se transformó en una experiencia muy exigente, el compañerismo entre aquellos que trabajan juntos se convirtió en un sueño...

Un filósofo llegó a decir que “el hombre es el lobo del otro hombre”.

Pero, seguramente este no es el sueño de Dios. En Jesucristo, Dios nos hace otra propuesta. Él nos desafía a vivir una vida nueva. Una vida sobrenatural. Él nos dio el ejemplo: al revés de querer matar el hermano (mismo aquel que se equivocó) él nos propone dar la vida por él.

En el bautismo todos nosotros empezamos a participar de esta otra vida en Cristo. Pero siendo una vida sobrenatural exige de nosotros un esfuerzo continuo a fin de que no prevalezca el hombre viejo.

Dios no quiere encontrar a nadie llevando piedras en las manos. Pues las piedras, el odio, el rencor nos desfiguran, nos oprime, nos lastima...

El texto del evangelio es muy revelador. Traen una mujer que fue sorprendida en adulterio. Quieren apedrearla como prescribe la ley. (En verdad, ellos quieren apedrear también a Jesús, y por eso le hacen una pregunta que es una trampa: si Jesús dice que no deben apedrearla, se estará oponiendo a la ley y merece también él ser apedreado, pero si dice que deben apedrearla, estará contradiciendo todo su mensaje). Con todo, la sabiduría de Dios ultrapasa infinitamente la nuestra y Jesús da una respuesta totalmente inesperada. Es como si Jesús hubiera dicho: La ley dice que se debe apedrear, pues bien, que se haga, ya que la ley se debe cumplir, pero solamente tiene el derecho de hacerlo, quien no tenga ninguna falla, ningún pecado en contra de la ley. Pues si la ley es dura para uno, debe ser dura para todos.

Delante de la voluntad de condenar a alguien la única cosa que nos puede frenar es la conciencia de nuestros propios pecados. De los que estaban allí, solamente Jesús podría haber lanzado una piedra, pues solamente él no tenía pecados. Pero justamente por no tenerlos, no tiene tampoco el deseo de destruir el pecador. Al contrario, él quiere dar su vida para que el pecador pueda revivir.

“¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”.

La cuaresma es un tiempo santo de conversión. Delante de este evangelio, podremos hacer al menos dos cosas: una vaciar nuestras manos y botar nuestras piedras, no conservando en nuestro corazón ningún deseo de condenar a nadie... y la otra cosa es acercarse al Señor, aunque tengamos un pecado muy grave, pues él, el único justo, no quiere condenarnos, solo quiere que cambiemos.

¡Fuerza mi hermano, fuerza mi hermana!

El Señor te bendiga y te guarde,

el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

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