- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Los tiempos electorales son siempre turbulentos. Agitados, confusos, belicosos, turbios, ruidosos, alborotados y todos sus demás sinónimos que puedan encuadrarse en el perfil de una campaña proselitista donde el trofeo mayor es la Presidencia de la República. Cada uno elige el arma para la competencia. Desde una plataforma programática seria, creíble y realizable hasta los delirios de la silla eléctrica para los delincuentes. En medio de esos opuestos están los que solo realizan bulliciosas gárgaras con adjetivos desenfrenados, cuyos fugaces latigazos se pierden en la letanía del insulso mundo de la pedantería inflamada de una superioridad moral inexistente. Salvo Jesús, quien murió como un pecador sin haber pecado, todas las personas tenemos un cadáver incriminador en el ropero. Aunque más no sea la carga de la vanidad intelectual. Las controversias presupuestadas de ideas ni la templanza suelen ser las herramientas preferidas de estas lides. La mayoría escoge el escabroso camino del antagonismo visceral. A matar o matar. Morir no es una opción. Hasta que la derrota le llueve sus frías gotas de desilusión y desengaño.
Ese antagonismo sustancial no es una particularidad exclusivamente nuestra. En la región hemos presenciado, mediante modelos de comunicación más abiertos y plurales –o, en todo caso, nos permiten armar nuestra propia fuente plural–, campañas salpicadas, bañadas o sumergidas por aguas infestadas de las pasiones más censurables del ser humano, sin ninguna consideración para enjuiciar, muchas veces desde la infamia, la conducta del oponente. Es un ruedo donde los que menos importan son la honra y dignidad ajenas, arrastrando al cieno incluso a los familiares por esa única condición: la de ser familiares. En ese inmenso lodazal chapotean con fruición aquellos que nada tienen que perder, ni siquiera la vergüenza que nunca tuvieron, y apuestan todo a ganar.
A veces la realidad cotidiana nos ayuda a entender la teoría. Una teoría de la que no hemos leído ni escuchado hablar siquiera. Pero ya se estaba manifestando entre nosotros como un acto repetido, aunque sin abstraer sus rasgos distintivos ni su esencia mediante una operación intelectual. Simplemente la aceptamos. Como, por ejemplo, convertir al adversario en enemigo derribando cualquier atisbo de cultura democrática. Ya hemos caminado en círculo sobre este tema, porque nuestra política tampoco termina de caminar en ese círculo interminable y vicioso en que destruir al rival es más prioritario que exponer las propias cualidades distintivas, méritos y virtudes. En nuestro medio esa rivalidad en tono de guerra suele tener dos estadios: entre políticos y entre partidos políticos. La primera fase se caracteriza por unas internas descarnadamente brutales; la segunda o elecciones generales –sin ignorar las polémicas entre los candidatos– descarga su mayor peso y tiempo en el mutuo descrédito entre las instituciones políticas, siendo el objetivo favorito de múltiples organizaciones la Asociación Nacional Republicana por su larga hegemonía en el poder. Entonces, la oposición arremete con furibunda crítica sobre la responsabilidad del Partido Colorado por nuestras graves debilidades institucionales y acentuadas desigualdades estructurales.
Cuando decimos que ya golpeamos sobre este yunque es porque, en este mismo espacio, ya habíamos comentado el análisis que realiza Norberto Bobbio sobre “la política como relación amigo-enemigo”, planteado por Carl Schmitt. De acuerdo con esta definición, añade Bobbio, “el campo de origen y de aplicación de la política sería el antagonismo y su función consistiría en la actividad de asociar y defender a los amigos y de combatir a los enemigos”. El conflicto antagónico es el motor que mueve la política. Y para resolver ese conflicto, el uso de la fuerza está permitido. Todo ese proceso, incluyendo la violencia como vía para acceder al gobierno, incorpora nuestra historia. Generalmente es dentro de la Asociación Nacional Republicana donde el enfrentamiento verbal supera todas las fronteras de la sensatez y el decoro. Sin embargo, en las últimas elecciones se apeló a una figura no muy común dentro de un partido donde lo común era el faccionalismo y las escisiones en bandos irreconciliables y no, precisamente, la unidad (salvo los tiempos de la “unidad granítica” a punta de fusiles). Nos referimos al “abrazo republicano”. Ese abrazo impone que vencedores y vencidos compartan escenario y digieran con una sonrisa todos los agravios del pasado.
El precandidato a la presidencia por el movimiento Fuerza Republicana, Hugo Velázquez, el día en que presentó a su compañero de fórmula, Juan Manuel Brunetti, también anunció que no piensa abrazarse con quienes hoy lideran el otro proyecto –Honor Colorado– dentro de su partido. De hecho, él inició su periplo palaciego con un lenguaje descalificador, belicoso e iracundo. En ese momento se cortó los brazos en una mutilación calculada para evitar cualquier contacto con sus –para él– enemigos. Es lo más lógico con el discurso que viene artillando sin tregua. Eligió el arma del antagonismo destructivo. Así no hay abrazo posible. Como ya dijimos anteriormente, después del 18 de diciembre, el ganador deberá convencer a la tropa del adversario sin la presencia de sus generales. Buen provecho.