Cuentan que hacia el Siglo XIX establecer una relación sentimental representaba un sinnúmero de inconvenientes, tanto para el hombre como para la mujer.

Para empezar, un pretendiente antes de “pedir la mano” de una chica debía pasar por el riguroso escáner del jefe de familia, es decir, el ogro-suegro, quien antes de autorizar ningún cortejo se cercioraba de cuáles eran “las intenciones” del varón, además de cuantos detalles fueran pertinentes, es decir, condición social, económica, estudios, salud, registro de votación y por poco no le exigían las facturas de compras del día.

Si el susodicho finalmente era aprobado por la familia, las visitas se concretaban únicamente en la casa de la muchacha, donde la parejita debía sentarse (cada quien en la esquina del sofá) lo más alejada posible, o mejor en sillones separados, con días y horarios establecidos con rigurosidad espartana.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Los novios debían agradecer si en alguna ocasión podían rozarse las manos porque la sociedad estaba “evolucionando” positivamente, pues sus abuelos referían que antes los matrimonios se celebraban incluso sin que los “enamorados” se conocieran previamente. Y más, los padres acordaban condiciones como si el futuro matrimonio fuera una transacción económica, sin que los jóvenes pudieran protestar: el amor vendría con el tiempo, decían.

Hacia el Siglo XX la situación se relajó un poco más y la visita de los novios se volvió un deporte frecuente, aunque todavía en días y horarios específicos, pero con la permisividad de la oscuridad del pórtico a la hora de la “despedida” los enamorados podían conocerse mejor, más que un simple roce de manos.

Eso sí, la mentalidad cambió y las chicas se emanciparon y conquistaron el permiso para conocer la mayor cantidad de novios posibles antes de “elegir” al verdadero amor de su vida.

Pasadas las dos primeras décadas de este Siglo XXI, hace unos días escuché a una madre que se quejaba de que la “compañera de estudios” se quedaba a dormir en la casa con su hijo. Y naturalmente, los estudiosos estudiaban incansablemente durante toda la noche con mucho entusiasmo...

Esta introducción que refiere sobre los cambios sociales a través del tiempo tiene su razón puesto que el mundo entró en una nueva fase debido a la tecnología que, aunque trajo grandes ventajas, también exige nuevas reglas de “urbanidad” que ni siquiera aún han sido pensadas.

Un ejemplo es el Whatsapp. Cuando apareció esta plataforma logró que cuanto pariente o amigo perdido o conocido de países lejanos entraran en contacto con el usuario de la cuenta.

También se crearon los grupos, que inicialmente facilitaron el reencuentro de generaciones enteras, familias o clanes laborales, pero que luego de pasada la novedad se convirtió en una especie de cementerio de conocidos olvidados a los que por tenerlos a mano no se les da la menor importancia, salvo excepciones.

El nuevo “síntoma” de la sociedad virtualizada es el malestar que crea a los integrantes de los grupos cuando el administrador agrega sin consultar el parecer del grupo a un nuevo integrante que no está registrado por los demás.

Este acto de descortesía (por no decir grosería) por parte del administrador introduce un ambiente de desconcierto y desconfianza en los antiguos “socios”. Y la acción de agregar a un nuevo integrante se vuelve más densa cuando el número telefónico de este pertenecía a otro ex socio que se retiró con anterioridad del grupo.

Entonces, en la pantalla aparece Ramón, quien se había retirado del grupo, pero cuyo número ahora pertenece a Sindulfo. Y los integrantes del grupo creen que volvió Ramón, sin embargo es Sindulfo el que lee los comentarios de los demás.

¿Pueden los integrantes exigir al administrador que no agregue a nuevos miembros o al menos pida permiso o de última al menos identificarlo plenamente antes de agregarlo al grupo?

¿Debe el administrador considerarse “dueño” del grupo y hacer lo que le plazca o democráticamente el grupo debería cambiar al “tirano”?

Aun no existen reglas claras de este nuevo comportamiento social virtual. Antes era más fácil, aunque la etiqueta imponía conocer el modo de utilizar los cien cubiertos que estaban en la mesa, al menos uno podía ver la mesa y los cubiertos. Hoy uno “vive” en un grupo y no sabe quiénes “respiran” a su lado.

Dejanos tu comentario