• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El pragmatismo electoral redujo el debate ideológico a su expresión más insignificante. Irrelevante, en una sociedad intencionalmente despolitizada. Entonces, los discursos elaborados desde un gabinete de ideas no son atrayentes para cautivar a las masas, sino los formulados desde la agitación de las emociones –innatas y adquiridas–, la estimulación de atávicos instintos y la fabricación de confrontaciones a partir de premisas decadentes y absurdas. Los necesarios ejes programáticos se diluyen en generalidades abarcando todo, pero, al mismo tiempo, nada en particular. Educar al pueblo sobre acciones concretas, las estrategias viables para su materialización y el papel que jugará el Estado en este proceso pareciera que no es prioridad. Lo importante, esa es la impresión, es el duelo de popularidad. Se despoja a la palabra de su papel de herramienta insustituible de la política (Sartori). La superficialidad (y hasta la bufonería) marca el rumbo de los discursos. Con escasas salvedades.

La carrera para llegar al Palacio de López empezó temprano dentro del Partido Nacional Republicano. Para la oposición es un ejercicio que no conoce de intervalos. Pero ninguno ha tratado de sostener una candidatura por la vía de un planteamiento convincente sobre políticas con proyección de Estado centradas en la pobreza (sobre todo, la extrema), el desempleo, la corrupción, el derecho a la tierra de los campesinos y pueblos originarios, la salud universal, la educación para todos (con calidad y equidad), la seguridad, la inversión social y la guerrilla en el Norte. En estos puntos cruciales para el país, las ambigüedades e improvisaciones tendrán siempre su desenlace de fracaso y frustraciones. La fórmula de “primero vamos a ganar y, luego, veremos qué hacer” tenemos a la vista, con su saldo de desastre catastrófico. Y con la agravante de que este gobierno es incapaz de aprender de sus propios errores con una terquedad engendrada en la soberbia y el resentimiento.

Dentro del coloradismo nadie se acuerda de su doctrina ni de sus programas para encarar las urgencias y conflictos que agobian a nuestra sociedad. Ni de los aportes intelectuales de ilustres republicanos, cuya visión anticipadora de la realidad permite que sus pensamientos continúen vigentes hasta hoy. Desde sus puestos de vigías observan cómo se dilapidan sus legados en una borrasca de relativismo conceptual y eclecticismo ideológico. Las personas se anteponen al partido. Los hombres a la institución. Con esporádicas excepciones. El discurso es escamoteado por el falso dilema entre colorados de “pura cepa” y afiliados contaminados de impurezas a razón de su origen. En lo personal, conozco colorados que, en su mentalidad y su versión sobre el mercado, son más liberales que los propios liberales.

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En el Partido Liberal Radical Auténtico las aguas no corren mejor. Ni más transparentes. Ortodoxos, moderados, conservadores y progresistas conviven en un conglomerado ideológicamente indefinido, entre adoradores de la mano invisible y la capacidad equilibradora del mercado para beneficio particular que, también, aducen, “viene acompañado de beneficios colectivos”, y los que atribuyen categorías sociales y facultades reguladoras al Estado. Pero estas cuestiones son “nimiedades semánticas” ante el apuro de decidir si al PLRA le conviene la alianza y la concertación. En el primer caso, una alianza, el principal partido de la oposición podría liderar el proceso; en el segundo, la concertación, tendrá que jugarse a los dados electorales.

Lo que todos parecen olvidar es que la palabra final la tienen las convenciones, las asambleas o los congresos partidarios (o algún almuerzo familiar dominical, según el caso). Al interior de cada organización política deberá debatirse entre ambas propuestas, lo que implica una feroz disputa preelectoral para tratar de persuadir sobre los criterios que manejen los respectivos líderes. Salvo un previo consenso que se percibe difícil dentro del PLRA. El Frente Guasu apuesta definitivamente a la concertación.

Por el andarivel de la Asociación Nacional Republicana, uno de los precandidatos se inclina abiertamente a la alianza con otra u otras organizaciones partidarias reconocidas por la Justicia Electoral, la que deberá ser aprobada por mayoría de los convencionales colorados. La contraparte está obligada a obrar y decidir de igual manera. El vicepresidente de la República asume que se terminaron las épocas de los “partidos hegemónicos”. De hecho, la alianza implica una nueva denominación política –aunque coyuntural– con la cual se presentará a estas elecciones, un nuevo color institucional y un número que suplantará a la Lista 1. De lo contrario, no sería una alianza.

Este pantallazo de inicio del año electoral es apenas una radiografía fugaz del esqueleto político nacional. Esperemos que con el correr de los meses el cuerpo pueda rellenarse con los órganos vitales que garanticen el buen funcionamiento de la República. Y podamos tener un buen gobierno. Y, ya que estamos, buen provecho.

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