Las calles revelan una realidad que se repite en el tiempo. No es nueva, parece ser una postal atrapada en el infinito, pero siempre actual. Basta mirar con otros ojos, en cada esquina, en cada semáforo, en cada trayecto.

Un ejército silencioso de niños invisibles crece sin esperanza.

Es un problema con raíces profundas y mucha indiferencia. Lo sé. Muchos dirán que es culpa de los padres y los padres culparán a la pobreza. Los ricos culparán a la cultura de los pobres y los maestros a la diferencia de oportunidades. El Estado los culpará a todos y todos cerraremos los ojos.

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Pero quizás todos tengan un poco de razón.

Sobrevivió a la dictadura y la democracia. A todos los gobiernos y todas las organizaciones: nacionales (incapaces de hallar respuestas), sin fines de lucro (que lucran con ellos) e internacionales (que cada tanto se reúnen en un país rico, con lindas playas para tratar el tema).

Pero ellos siguen allí. Son miles de rostros anónimos y desencajados.

Es la realidad cotidiana.

En nuestro país 182.000 niños pasan hambre y otros 650.000 están en situación de pobreza no extrema, según el último censo de la Encuesta Permanente de Hogares.

Matías es uno de ellos. Hace malabarismos con una bicicleta sobre General Santos y Félix Bogado. Hace cosas increíbles y a la vez peligrosas que solo le permitirán llevarse unas monedas al terminar el día.

Y, sin embargo, me llama la atención su sonrisa. Siempre la tiene. Pese a que el sudor daña sus ojitos y que algún que otro conductor le tira unas palabras que hieren.

No lo ve así, pero juega con su vida. Lo ve desde su perspectiva de niño. Anda entre vehículos y gente malhumorada. Soporta bromas, humillaciones e insultos y sigue allí. Lo asume como parte de la vida.

No tiene posibilidades de estudiar. La prioridad es comer cada día. Ganar unas monedas que le permitan seguir teniendo esperanzas. Sin embargo, su futuro no será diferente al de los demás niños en las calles. Nos duele, pero es así.

Lo veremos crecer, como lo veo yo cada día, y como él, serán muchos creciendo indiferentes a la vida, al riesgo, a la dignidad, con esos códigos que solo se entienden en las calles.

Muchos no tuvieron elección: fueron abandonados, son huérfanos o fueron expulsados de sus hogares. No cuentan con recursos económicos, de salud o apoyo familiar.

Me pregunto una y mil veces cómo cambiar, cómo torcer la fuerza de lo inevitable, y muchas veces me gana la impotencia. Al final, creo que todos deberíamos poner un poco. Un poco. Un poco de voluntad, un poco de atención, un poco de decisión. Creo que todos deberíamos iniciar el cambio. Primero en nosotros mismos. Luego exigir que las organizaciones y las instituciones hagan su trabajo.

Deberíamos ver en todos los semáforos el rostro de Matías. Démosle una razón para confiar. Una palabra de aliento, una sonrisa, una oportunidad que le permita tener esperanzas. Si lo hacemos con uno, se multiplicará, crecerá. Si al llegar la noche hubiésemos podido cambiar un poco de indiferencia por esperanza, entonces no será un día perdido. Si cientos hicieran lo mismo, miles verían el ejemplo, entonces entre todos haríamos el cambio.

Casi comenzando un nuevo año… es un buen momento para comenzar.

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