Estaba convencida de que las brujas no existían... pero había momentos en que dudaba. Este era uno de ellos; en la cocina, cortando la carne para las milanesitas de Navidad, en un abrir y cerrar de ojos se vio rodeada por los ocho gatos del barrio, que serpenteaban golosos entre sus piernas, esperando un restito de nervio o grasa que cayera de sus manos.
Era imposible entender cómo se había producido el sortilegio. Entre abrir la heladera, sacar la carne y ponerla sobre la mesada no habían pasado más de 15 segundos, pero los felinos ya estaban ahí, como si lo hubieran adivinado, como si hubieran estado vigilando detrás de las cortinas, esperando detrás del sofá o hasta debajo del piso mismo.
Esos seres noctámbulos, parranderos y gritones, poderosos y letales, ágiles y esbeltos, estaban allí disfrazados de inocentes criaturitas de Dios, ronroneando, con sus ojitos llenos de amor (por la carne) y ahora hipnotizados por la danza del cuchillo, que separaba los trocitos como el mágico cayado de Moisés las aguas del mar Rojo.
-¡Váyanse!, les amenazó la vieja sin mucha convicción.
-Vayan a cobrar el aguinaldo y después vuelvan, insistió con una triste sonrisa.
Debía apurarse para que la mesa navideña estuviera perfecta. El blanco mantel, como cada año, estaba lavado, las copas limpias y brillantes, el clericó en el congelador para que a las frutas no se les ocurriera fermentar.
Las milanesitas serían las últimas del menú para que aún estuvieran calentitas antes de ser servidas, era lo menos que cabía ya que eran todo un lujo, teniendo en cuenta el precio de la carnaza de primera.
-¡Es un robo!, se quejó entre dientes, mientras arrojaba trocitos al piso para que sus “fieles” pudieran comulgar.
Tenía prisa. En un torbellino de recuerdos, por su mente giraban imágenes llenas de familia y alegrías y de esas navidades pasadas en las que ella miraba con envidia cómo sus pequeños hermanos explotaban los petardos y corrían y se ensuciaban. A ella se lo prohibían porque debía “comportarse”.
Hoy, en el inmenso caserón esos estallidos resonaban en silencio y hasta un olor a pólvora imaginaria invadía los confines del aroma de flor de coco.
Tenía prisa. Debía ocuparse de todo para espantar las moscas de melancolía que revoloteaban por doquier. Tenía prisa por apurar esa fecha, tenía prisa para que el recuerdo de esa llamada telefónica no la alcanzara.
Pero como cada año, esa llamada se repetía en la memoria: “Vení pronto, parece que...”
Tantos años han pasado, tanta gente se alejó sin darse cuenta casi y la familia se desbandó. Pero las explicaciones nunca fueron suficientes. La verdad nunca saldría a la luz.
Luego dirían que en diciembre es común que las personas entren en depresión y que el índice de suicidios llegaba a su pico a causa de las fiestas, que eran unas fechas muy sensibles. Ni médicos ni psiquiatras ni pastores ni sacerdotes ni amigos ni grupos de ayuda tuvieron nunca la capacidad suficiente de explicar tanto egoísmo, de revelar la causa de tanto dolor que marcó para siempre esa Navidad.
Cuando una lágrima sobrepasó el dique de su alma y resbaló por el abismo de su mejilla supo que era tiempo de abandonar la cocina y ocuparse de su belleza. Eso le hacía bien.
Una ducha larga y caliente y el rito de secarse el pelo lograban relajarla lo suficiente como para abrir el cajón de la cómoda, donde atesoraba el perfume La Banda de Fulton y la cajita de polvo Maja, que veían la luz una vez al año.
-Le hubiera gustado verme linda, pensó, y escarbó en el polvo. Imaginó que el algodón marrón que besaba rostro una y otra vez hasta ocultar gran parte de las arrugas eran esos labios amados que nunca más sentiría.
El próximo paso era el vestido de seda largo. Lo zarandeó para despertarlo de la percha porque hoy era Nochebuena y tenía que salir del ropero para acompañarla hasta las doce.
Era precioso. A pesar de las décadas, parecía nuevo, como la primera vez que lo vio en esa caja blanca.
Su sonrisa se quebró al recordar que había sido el último regalo de aquella Navidad.
Y se sintió cansada y tantos años la recostaron en la cama, donde cerró los ojos. El corcho de la botella voló por los aires y el alcohol del recuerdo la embriagó de nostalgia.
A la medianoche los petardos saludaron el nacimiento del Niño, pero ella hacía rato dormía en la profundidad de sus amores idos. Ni siquiera escuchó el gong de la bandeja de metal con las milanesitas cuando cayó al piso.
Mañana, el blanco mantel revelaría las patitas de los culpables, pero como eran sus únicos amigos les perdonaría esa nueva travesura.
Ahora ella duerme, como cada Navidad, al lado de un arbolito que alguna vez fue verde. Sin darse cuenta, una noche perdió los globitos y sus hojitas de mentiras se tiñeron de gris. Fue después de esa llamada telefónica.