• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Quienes tenemos la afición, o hasta la obsesión, de escribir siempre estamos inclinados a perseverar en aquellas cuestiones que puedan trascender la cotidianidad –aunque de ella se parta– con la ilusión de incidir en la conciencia ciudadana y provocar una transformación en el comportamiento colectivo. La mayoría intentamos hacerlo desde la seriedad formal, aunque otros también eligen el estilo del humor cáustico y la ironía demoledora. Quizás esta intención provenga del deseo inconsciente que tiene todo ser humano de dejar huellas tangibles para la posteridad, aunque más no sean como anécdotas en una ronda de cervezas. Que nuestra memoria –o despojos, diría el filósofo– no quede al juicio arbitrario de quienes nos sobreviven. Es así que nuestro ojo crítico se pasa huyendo de las cosas simples. De las aparentes futilidades. Justamente de aquellas que, paradójicamente, nos permiten distraernos para olvidar la finitud de nuestra existencia. Y para evitar controversias conceptuales, utilizamos simple en su acepción de “sencillo, sin complicaciones ni dificultades” (Real Academia).

Pero detengamos la pelota por un momento, como lo hacen en el fútbol, deporte reivindicado por Augusto Roa Bastos (“El crack”) y Eduardo Galeano (“El fútbol a sol y sombra”). Y que el talento no se agota en la cancha lo ha demostrado el ex jugador del Real Madrid y campeón mundial con Argentina en 1986, Jorge Valdano, en su libro “Fútbol: el juego infinito”. Confieso que el fútbol me sigue apasionando hasta las lágrimas, aunque los resultados adversos ya no me inquietan más que una noche. Aprendí a disfrutar de los triunfos y a sublimar las frustraciones. Ese tiro al arco fallido que pudo significar un campeonato apenas es un leve escozor al día siguiente. Los recesos son cada vez más cortos y las revanchas inmediatas. Como en la política. Aclarando que soy un súbdito del “Deporte Rey” (el verdadero “opio del pueblo” según algunos intelectuales), hubo cosas que jamás hice en mi sexagenaria presencia en esta tierra. Ni pensé que lo haría: Sentarme frente al televisor para mirar un concurso de belleza.

La pelota detenida nos posibilita disfrutar de las cosas simples más allá de los grandes temas que nos agobian. Así sea por un momento. Aumentando mi nivel de confesiones, diré que dejé de estar pendiente de los premios Óscar, pero respeto a quienes lo hacen, a pesar de que soy un declarado cinéfilo desde los gloriosos días del “Cine Parroquial” de Pilar. Considero que los Óscar cada vez se parecen más a la entrega de los premios Nobel de Literatura. De los Grammy ni hablemos. Me sigo guiando por mis propios gustos. Y desde aquellos lejanos días, también gloriosos, de “Me llamó Nacho” tampoco supe quiénes representaban a nuestro país para Miss Mundo o Miss Universo.

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Pero ese domingo 12 de diciembre del 2021 fue diferente. Empezó diferente. Después de escuchar la prédica virtual y ante unos versos que no encontraban forma, instigado por los tuits de mi amigo Francisco Ascarza, me prendí a la final de la Fórmula 1. Una pasión abandonada desde la época de Nelson Fittipaldi, Carlos Alberto Reutemann, Niki Lauda y el mágico Ayrton Senna. En una final inesperada celebra en el podio, con 24 años, Max Verstappen. Creo que era el candidato de todos o, al menos, de la mayoría. A la noche, mi querido Olimpia gana la Supercopa a su “clásico rival” Cerro Porteño. Salí al patio para disfrutar de las cosas simples como el aire puro y la fresca brisa. El silencio era infinito. No se percibía ni el aleteo de una mosca. Como si se preparara un golpe de Estado que todos sabían menos los que iban a caer. Dentro de la casa ya habían cambiado de canal. Hasta que explotaron los primeros gritos en la estación de servicio que tengo como vecino. Me levanto y pregunto qué pasa: Nadia estaba entre las quince mejores. Prefiero mejores que bellas. La curiosidad me hace espiar detrás del blíndex: había pasado a cuartos, en términos futboleros. Para la semifinal ya estaba frente al televisor, expectante y nervioso. El alarido de mis nietos Stephan y Paris, cuando figura entre las tres seleccionadas, ya me había ubicado al nivel de los fanáticos. Ahí me percaté de que un país estaba en vilo. Una sola persona nos había unido en la esperanza de la felicidad, aunque más no sea por un instante. Mañana volveríamos a nuestros dramas cotidianos. Luego, un manto de tristeza cubrió la noche. Observé el rostro de desazón de quienes estaban a mi lado. Algunos petardos quisieron disimular la frustración. Para entonces ya tenía una piedra en el corazón. La edad nos vuelve más sensibles. Fue cuando decidí escribir este artículo.

Miguel Ángel Rodríguez, en su tiempo de director de ZP 12 Radio Carlos Antonio López de Pilar tenía una colección de la revista folclórica FA-RE-MI. Su hijo, del mismo nombre y compañero de colegio, me había regalado algunos ejemplares. En uno de ellos había leído: “Habla mal de una mujer y todos te harán coro; habla mal de todas las mujeres y todos te harán contra”. No recuerdo al autor de la frase. Nadia Ferreira vino a romper esa tradición. Algunos que quisieron denigrarla están siendo destrozados en las redes bajo el látigo de la ira popular. Su recibimiento en el aeropuerto emociona hasta el caracú. De las cosas simples también se aprende. Se disfruta. Y se construye la esperanza. Buen provecho.

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