EL PODER DE LA CONCIENCIA

Las ancianas, sobre todo las viudas, que están en su último suspiro de la vida, han perdido tanto que a veces solo se quedan sentadas durante horas recordando. Atrás dejaron su niñez, su infancia, su inocencia, sus juegos, sus amigos, su primer amor y despidieron al último que las acompañó durante décadas. Con un gran dolor también quedaron atrás sus padres, sus hermanos, su juventud, su salud y hasta sus sueños.

Como una vieja planta, la mujer ha visto sus frutos caer al suelo y las semillas convertirse en nuevas plantitas que crecen debajo, tiernas, jóvenes, llenas de tiempo y de fuerza. Ella también está rodeada de sus nietos, que cada vez la visitan menos. Pero en la memoria aún los tiene correteando pequeños por toda la casa y puede ver sus rostros iluminarse cuando la abue les regalaba en secreto alguna golosina.

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En silencio la anciana sonríe de esas y de otras inconfesables travesuras. Es un frasco de cristal frágil que está rebosante de experiencias y sentimientos, pero que en esta época no cotizan en la bolsa de la humanidad. La tecnología tiene la mayoría accionaria y maneja el mundo a su antojo.

Los niños de hoy se conectan al celular, al igual que sus padres. A ella, en su silla quieta de años, los ojos nublados de cataratas la rescatan de ese hipnotismo colectivo de vida virtual en la que la realidad se confunde con la fantasía.

De lejos escucha las noticias. A veces imagina que son mentiras porque no pueden suceder tantas maldades, tantos horrores. Se pregunta cuándo desaparecieron todos los valores y nuevamente se refugia en el pasado para que el presente no le robe su cordura.

Todos pasan a su lado y nadie la ve. Como el arcón de madera podrido de humedad y tiempo que yace escondido debajo de la tierra con un tesoro invisible a los ojos, ella también guarda sus doblones de oro de sabiduría. Cada segundo que pasa es como una gota de agua que amenaza rebosar el frasco de cristal. En cualquier momento puede quebrarse y se perderán para siempre todas las cosas importantes. Ella reflexiona.

A pesar de que el rostro no se mueve, sus arrugas se estiran para esconder una enigmática sonrisa, mezcla de impotencia y de amargura. Escucha como la Ande ha “podado” dos palmeras en las que estaban los nidos de papagayos y una lechuza.

Es la modernidad salvaje e inhumana, grosera e inculta, que no poda, sino que cercena todo con la excusa del desarrollo.

Después de infinitos años, todavía recuerda a su padre regañarla porque ella había roto una ramita para jugar.

Con extraña claridad ve cómo se mueven los labios de su papá, que le explican que con dinero se puede construir un edificio de diez pisos en tres meses, pero que ni con todo el dinero del mundo podría devolver un árbol cortado.

Vivimos tiempos descontrolados en los que unos funcionarios inconscientes matan impunemente con el respaldo de sus jefes. Dirán que es por precaución, por seguridad, por desarrollo. Las excusas son válidas, pero no sirven. Son ignorantes salvajes.

En países más adelantados los ingenieros tuercen carreteras para no derribar un árbol, mientras que acá los cerdos comen margaritas.

En lejanas tierras los ancianos son venerados y su sabiduría respetada, acá son una molestia.

Sin hacer un solo movimiento, de sus ojos baja una lágrima por esos dos árboles cercenados y por otros millones que caen en silencio cada año en los cada vez menos bosques.

Esa lágrima es un réquiem adelantado para ella misma, que conoce su destino, pero más por todos los niños como sus nietos por lo que les espera en el futuro.

Etiquetas: #Palabra#viejas

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