DESDE MI MUNDO

  • Por Carlos Mariano Nin
  • Columnista

Un hombre es asesinado a balazos en pleno centro de Pedro Juan Caballero, su cuerpo inerte yace tirado en la calle, mientras un fino hilo de sangre recorre el asfaltado, el Mercado Cuatro arde en llamas, justo cuando decenas de comerciantes se preparaban para vender a fin de año aprovechando el incipiente respiro que nos da la pandemia, casi al mismo tiempo un joven alcoholizado (que ahora goza de prisión domiciliaria) arrolla un vehículo y muere un permisionario que iba al Mercado a interiorizarse de su negocio… en pleno incendio.

“Se murió mi camioneta”, dijo sin apenas inmutarse. Y quizás sin saberlo su rostro y sus palabras entraban en una acelerada montaña rusa.

Todas tragedias cotidianas, historias de la vida misma con un ingrediente común: todas fueron filmadas y subidas sin filtro a las redes sociales.

Facebook, Twitter, Whatsapp o Instagram nos desnudan una realidad horrorosa que pasaría desapercibida al morbo y la indiferencia.

Es como un gran reality show del que en cualquier momento podemos ser protagonistas, solo falta una situación fortuita, estar en el momento equivocado en el lugar equivocado para ser protagonista de las noticias sociales. Esas que no tienen firma pero muestran todo sin piedad ni reparo.

Solo basta un teléfono y mucha insensibilidad, algo que vamos ganando con el correr del tiempo.

No importa dónde o como suceda. No importa si detrás hay una familia o profundo dolor. No importa cómo se explique, las imágenes hablan por sí solas. Van de teléfono en teléfono, de red en red como una gigantesca bola de nieve.

Una vez que el teléfono captó una imagen, ésta no se detiene, va y viene, recorre grupos y suma “me gusta” gana RT y va de casa en casa sin distinción, sin importar si detrás del receptor hay un niño o un adulto.

Es una grave enfermedad moderna.

Solo basta esconderse detrás de un perfil y diseminar las mejores tomas. La gente va a hacer el resto.

En medio de un terrible accidente un joven agoniza dentro de los hierros retorcidos a los que quedó reducido su vehículo. Quienes llegaron primero filman, nadie llamó a los paramédicos, nadie socorrió al accidentado, nadie pensó en la familia ni el sufrimiento. Solo importa el hecho, ser el primero en publicarlo.

Poco después el portavoz de los servicios de rescate da la noticia. El joven murió.

Unos minutos podrían haber salvado su vida, pero con la sangre que perdió se apagaron sus latidos y mientras corría la filmación iba muriendo.

Son los nuevos tiempos.

Tiempos en los que podes ser hoy el espectador y mañana el protagonista y otro va a ser el periodista que analizará sin detalles ni conocimientos que fue lo que en realidad sucedió.

Luego no se va a detener. Alguien seguro se va a disculpar, otro se va a horrorizar y muchos van a hablar del tema. Así, como en una inagotable cadena, que no hace sino sumar dolor al dolor con mucha indiferencia.

Pero esa, es otra historia.

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