- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La democracia es una actitud ante la vida. Ante el otro, que confirma nuestra alteridad. Es la voluntad de comprender la sociedad como un espacio de práctica pedagógica para construir lo común con lo diferente. Es, sobre todo, un estilo de relacionamiento estructurado desde la cultura del entendimiento. Una predisposición dialógica para tratar de sublimar las divergencias sin negar las particularidades que nos hacen únicos. El ser demócrata es un acto consciente. De pura convicción. Esa determinación autónoma es la que habilita nuestra libertad interior aun en medio de una dictadura. La doctrina u ordenamiento jurídico viene a recordarnos que un comportamiento en contrario eventualmente tendrá sus consecuencias punitivas. Porque, también, ocurre al revés: que aun en un régimen democrático persiste indoblegable el espíritu autoritario. Vive agazapado entre nosotros.
Muchas personas cohabitan forzadamente con la democracia. En el fondo, la desprecian. Se visten con sus formalidades, pero solo para cuidar las apariencias. La proclaman como la guía rectora de sus actos, mas la consideran un obstáculo molesto para sus ansias de poder discrecional. En el más pequeño espacio de autoridad que les confieren los cargos públicos o privados –no es un campo exclusivo de la política– explotan sus ímpetus arbitrarios. Arremeten desaforados contra cualquiera que se anime a exhibirles sus errores. Ni hablemos de contradecirles. O apuntarles sus vicios. No existe más leyes que las de sus propias palabras y decisiones. Los subordinados suelen ser el blanco preferido de sus arrebatos coléricos y humillaciones. Por otro lado, se doblegan ante los poderosos o tratan de negociar con ellos. Estas formas de despotismo dormido son frecuentes e impunes en nuestro medio. Impunes por contubernios con sus pares o superiores o por el temor de sus víctimas de denunciarlos. Las redes sociales, no obstante, se volvieron útiles aliados para desnudarlos y exponerlos ante la ciudadanía.
La soberbia, con su expresión de prepotencia, suele ser el rostro más visible de estas manifestaciones autoritarias. Alardean de un poder que es tan efímero como la vida misma. Y en el envanecimiento con su propia imagen destronan a Dios y desde la atalaya de su arrogancia observan al resto del mundo. Aunque ocultos bajo el manto de la democracia, estos autoritarismos siguen obstruyendo nuestra integración civilizada dentro de la sociedad. Son los que el republicano Juan León Mallorquín definía como “los viejos armatostes que dificultan la obra de la democracia”, despojados de la “calidad y el temple moral de los espíritus forjados en la escuela del bien”.
El autoritarismo de estas personas, casi siempre, deviene de su sobrevalorada creencia intelectual de que son imprescindibles. O, en el otro extremo, de una inseguridad disimulada bajo el ropaje del bravucón del barrio. Como bien los describía Ernest Hemingway –aunque atribuye la versión original a un colega periodista–, se consideran irreemplazables. Consecuentemente, se tornan agresivamente quisquillosos y renuentes para aceptar crítica alguna, porque después de ellos nadie podrá hacer lo que ellos estaban haciendo. Mal usan el poder con el propósito de sentirse por encima de los demás. Nunca para servir. Ante el reclamo de la gente acostumbran a responder con un grotesco sarcasmo. Miren a su alrededor y encontrarán algunas muestras de estos ejemplares que, lejos de desaparecer, se han multiplicado. Se han multiplicado por culpa de gobiernos pusilánimes que son condescendientes con sus hombres de confianza y con empresarios que se sobrepasan con sus trabajadores, y para los cuales la responsabilidad social es solo una etiqueta para arrobar a desprevenidos. Ninguna democracia puede sustanciarse en medio de las injusticias de los abusadores del poder, provengan de donde provengan. Sin embargo, donde más se visibilizan es en el campo de lo público.
Mientras no tengamos un Estado fuerte, implacable con la corrupción –ese otro cáncer de la democracia– y con los que se aprovechan de los más débiles y de los más pobres, la justicia social será como una simple campana de madera. Sin ninguna resonancia. Este gobierno, que dice representar al Partido Nacional Republicano, debería memorizar y materializar la célebre frase que Ricardito Brugada pronunció hace más de un siglo: “Enarbolo la bandera del desinterés en medio de este grosero materialismo que nos devora, y me creo con fuerzas suficientes para conjurar todas las tempestades que surgen a menudo en la desigual lucha del obrero y del capitalista…”. Y agregaría, contra el uso discrecional del poder político para amedrentar, con propósitos de domesticar y alinear, a los funcionarios en estado de dependencia. Pero este gobierno hace rato que anda desorientado, sin capacidad de decodificar su propio rumbo.
Nuestra democracia renguea a razón de los impostores que la difaman con sus hechos. Sin embargo, no debemos renunciar a la esperanza. Ni a la lucha. La democracia, repito, es una actitud ante la vida. Y como fijó en sus memorias el padre de la transición española, Adolfo Suárez: “La naturaleza buena de los hombres hizo posible la democracia; su naturaleza mala la hace necesaria”. Buen provecho.