• POR ANÍBAL SAUCEDO RODAS
  • Periodista, docente y político

Me apena repetir que somos una socie­dad altamente desideologizada. Esa grieta que ahonda la crisis de los par­tidos políticos se pretende sellar con procla­mas, por un lado, y con etiquetas colgadas de las espaldas de los adversarios, por el otro. Y se profundiza la ausencia de una ciudadanía cons­ciente de sus derechos, deberes y obligaciones. Porque no ejerce su condición como tal, a pesar de las facultades legales que la habilitan ple­namente. Se desentiende de su relación con el Estado y reduce al mínimo su papel para deci­dir en los asuntos de una ciudad, una región o un país. Casi la mitad ni siquiera usufructúa su legítima potestad de ser parte de la soberanía popular que determina los cíclicos destinos de una nación en un régimen democrático. La otra fracción –orillando siempre el 60%– se moviliza y deposita su voto por emociones, símbolos, tra­diciones, incentivos, y dentro de este porcentaje, un segmento, difícil de cuantificar, lo hace por aversión a la Asociación Nacional Republicana que está en el gobierno desde hace casi 70 años. Es un sector que jamás respaldaría en las urnas a un candidato de este partido, aunque sea el mejor de todas las opciones. Así funcionamos.

Las organizaciones políticas han renunciado a la formación de sus cuadros, principalmente de la franja juvenil. Todas navegan en un eclec­ticismo ideológico del que es imposible resca­tar una orientación que pueda ser claramente explicada e igualmente interpretada. Se atro­pellan conceptos que no pueden ser definidos ni bajados a la acción. Además, los partidos que se formaron en los últimos treinta años –después de la caída de la dictadura– nacieron esclerosa­dos porque adormecieron sus músculos cívicos prefiriendo la perniciosa comodidad de digitar a sus representantes. Aunque criticado, y con argu­mentos razonables, por sus adversarios –algu­nos transformados en enemigos– es el Partido Nacional Republicano el que permanentemente está sometiendo al escrutinio popular a sus afilia­dos con pretensiones de ocupar cargos electivos.

Después de los comicios municipales del pasado 10 de octubre, algunos resultados trataron de ser justificados culpando a la apatía de aquellos elec­tores que prefirieron no hacer uso de su derecho ciudadano. Obviamente, sin olvidar el “grosero reparto de dinero” y “el inmoral clientelismo” de los barrios periféricos. De paso, se cargó parte de la responsabilidad sobre esa franja abstencio­nista –mayoritariamente jóvenes, insistimos–, pero los políticos se autoeximieron de su obliga­ción de despertar el entusiasmo de ese electorado dormido. Si no hubo atracción es porque no hubo convicción ideológica que es la que movi­liza a las masas. El entrenamiento constante de las tropas partidarias nunca dejará de ser importante, pero dentro de algunos años, sin la formación doctrinaria, ya no será suficiente para ganar elecciones. Peor aún, al bajar el nivel de participación disminuye proporcionalmente la calidad de la democracia.

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La instalación de la obligatoriedad del voto no aumentará el nivel cualitativo de nuestra ciuda­danía. Es un proceso que necesariamente ten­drá que iniciarse y fortalecerse en las escuelas. Su continuidad debe expresarse en liderazgos que combinen valores, ética, conocimiento y competencia, y una ideología bien asumida. Por de pronto, el debate está exiliado de nuestra polí­tica. El buen decir fue sustituido por la agresión más burda. Difícil, en estas condiciones, mejorar el estándar de la participación. Es, en el fondo, un conflicto antiguo. En la Francia del siglo XIX –nos relata David Runciman (2014)– la gente no tenía tiempo ni ganas de participar en polí­tica, “y en nuestros días, menos aún”, por lo que recurrieron al mecanismo de la amenaza. “De las guillotinas; sin embargo, no salen buenos ciudadanos, solo ciudadanos asustados o muer­tos”. Pero, igualmente, explora el otro polo del problema: la poca participación, la que abriría una “peligrosa brecha entre los ciudadanos y sus gobiernos; el desinterés general resultaría, por fuerza, en malos gobiernos”.

La indiferencia del ciudadano para ejercer su ciudadanía solo podrá ser superada con polí­ticos que convenzan con la fuerza de los argu­mentos. Y la transparencia de su vida, incluso la privada. Desde las redes sociales han traficado con la ilusión de que ellas definen elecciones. Desde los medios de comunicación se ha ven­dido la ficción relativista de que podemos cons­truir la realidad a nuestro antojo, solo desde la palabra y una aparente imparcialidad. Detrás de cada analista hay un político escondido que manipula sus escritos o comentarios verbales a favor de la causa con la que está identificado. En mi caso particular nunca oculté mi identidad partidaria. Pero, en el momento de las valoracio­nes siempre procuro ser lo menos colorado posi­ble y lo más crítico que pueda. Ya lo dije antes.

Ya con el diario bajo el brazo podemos decir que la lista cerrada y desbloqueada facilitó la emergencia de nuevas figuras en el colegiado municipal. Que las redes, repito, no influencian decisivamente en las urnas. Que los comicios del domingo no marcan tendencia para las genera­les del 2023. Que el candidato presidencial con más chances será aquel que logre despertar a ese electorado dormido que se llama juventud. Y que entre 18 y 29 años, a hoy, totalizan 1.457.822 votos. Cháke. Buen provecho.

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