DESDE MI MUNDO

  • Por Carlos Mariano Nin
  • Columnista

En Paraguay, casi dos millones de personas están en la pobreza total, o sea, viven con menos de 712.618 guaraníes mensuales.

Pero la pobreza también tiene escalas. Bajando ese escalón están otras trescientas mil personas, que se encuentran en la pobreza extrema.

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Ellos son los pobres pobres. Esas personas que sobreviven con casi 280 mil guaraníes al mes. Víctimas de una situación que se agudizó durante la pandemia.

Y estos ciudadanos, estas personas tienen que adaptarse, de alguna manera tienen que sobrevivir, y la mayoría lo hace en las calles, haciendo cualquier cosa, lo que sea con tal de ganarse el sustento y sobrevivir un día a la vez.

No más que eso. Sobrevivir.

Venden chucherías, limpian vidrios, cuidan autos o simplemente piden limosnas explotando a niños indefensos. Es el país del día a día, el de la supervivencia, el de los semáforos.

Sin embargo, el problema no radica en la pobreza en sí, sino en la forma de enfrentar las necesidades básicas. Lo que es ilegal, es ilegal y punto. Nada lo justifica. Y allí es donde entra la responsabilidad del Estado a la hora de implementar políticas sociales.

El cuidacoches no puede cobrarte por cuidar tu coche sin tu consentimiento, porque eso es como usurpar dinero público en concepto de estacionamiento.

Además, no te puede exigir dinero por un servicio que vos no solicitaste. Lo mismo pasa con el limpiavidrios, contra quienes miles de personas libran todos los días una batalla de desgaste, espacialmente las mujeres a quienes tratan con prepotencia y hasta violencia desmedida.

Pero el Gobierno ataca el contrabando porque perjudica a los supermercados, y deja que se venda aceite y jabón en las calles. El contrabando es ilegal, pero su venta es legal así como la extorsión de limpiavidrios y cuidacoches, mientras la Secretaría de la Niñez ignora a los niños explotados a plena luz.

Cuando estas cosas suceden, las señales de alarma se disparan y las instituciones deberían acusar recibo. Sin embargo, no pasa aquí, donde primero debe haber una muerte para después pensar en soluciones.

Hoy vi una violenta discusión en plena calle. Un joven, salido de si, quizás drogado, le derramó agua con detergente a un vehículo. Un iracundo conductor, que ya venía acumulando nervios en el tráfico, salió a enfrentarlo, entre empujones el chico sacó un largo y herrumbrado cuchillo. El hombre subió a su auto y se marchó sin decir palabras. Fue inteligente o precavido, qué se yo, pero podría haber terminado en una tragedia.

Lo triste es que se repite, una y otra vez como una interminable cadena que siempre se suelta con violencia.

Es la calle, son los síntomas de una inseguridad que nos sumerge en el miedo.

Las políticas sociales deben apuntar a sacar a la gente de la pobreza, capacitándola en lo que sea para que pueda insertarse legalmente al mundo laboral.

Mientras eso no suceda, los pobres seguirán copando las calles y la ilegalidad seguirá siendo legal mientras vemos como legalizarla.

Y los violentos se alimentarán de nuestro miedo escudándose en una lucha de clases que no conoce eslabones entre los que trabajan honestamente, los sacrificados y los ladrones de guante blanco…

Pero sí, esa es otra historia.

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