DESDE MI MUNDO
- Por Carlos Mariano Nin
- Columnista
La pandemia casi nos tomó por sorpresa, tanta que prepararnos nos llevó tiempo. Lo concreto es que desde que comenzó este triste peregrinar sabíamos que tendría consecuencias catastróficas para la sociedad.
Una de las consecuencias impactó en la salud mental. Un estudio de la Sociedad Paraguaya de Medicina Interna revelaba que un 21,3% de la sociedad presentaba ansiedad y depresión moderada, mientras que un 15,9% tenía síntomas de ansiedad y depresión severa. Además, un 62,5% presentaba algún grado de insomnio. Terrible.
Otro de los grandes golpes fue en la economía. Cientos de empresas cerradas, miles de puestos de trabajo perdidos, muchas familias que vieron de repente sus ingresos disminuidos, dando un giro casi sin precedentes a su calidad de vida.
Según una encuesta realizada por el Banco Mundial entre mayo y agosto del 2020 en la primera etapa de la pandemia (mayo) un 64% de los hogares experimentó una reducción, principalmente debido a una caída en la actividad del negocio propio o familiar, salarios laborales y remesas.
Entonces, casi todos los especialistas coincidían en que la epidemia que vendría después iba a ser brutal y tan letal como la pandemia: la inseguridad.
A juzgar por los hechos, no lo que digo yo, sino lo que vemos a diario, la situación se descontroló ante una Policía incapaz, mal armada y desanimada en todos los aspectos.
La violencia se apoderó de las calles y el clima social se enrareció.
Pero la inseguridad tiene raíces y, ellas, muchas veces se visten de traje, hacen grandes obras de caridad y tienen cómodas oficinas desde donde mueven montañas de dinero.
Hoy tenemos una extensa gama de delincuentes que nos atacan desde todos lados.
Tenemos a los políticos corruptos. Roban usando sus influencias, recibiendo coimas o mintiendo. Sea como fuere, la mayoría logra amasar grandes fortunas y todos, o al menos la gran mayoría, goza de una suprema impunidad.
Gracias a ellos sobrevivimos a un sistema de salud deficitario que recién ahora tiene un respiro y a una educación que solo enfrenta a los pobres a más pobreza.
Incluso el más bueno nos roba la esperanza.
Luego tenemos a los grandes empresarios. De esos que piden a gritos lucha sin cuartel contra el contrabando, mientras se enriquecen vendiendo productos de dudosa calidad y procedencia ilegal. Evaden impuestos, explotan a su personal, y, como es de esperar, terminan beneficiándose de inmensas fortunas.
Y, más abajo en la escala, están los violentos sin remedio. Los que se suben a una moto drogados o quizás no y roban a mujeres y niñas indefensas, apostando la vida en cada corrida, en casos condenando a muerte a sus víctimas.
Pero ellos no tienen reparo.
Matan y apuñalan frente a las cámaras de seguridad sabiendo que en el mejor de los casos (si alguien no los mata) el castigo es una cárcel sobrepoblada y oscura en la que les espera el peor de los castigos.
En este contexto sobrevive Juan Pueblo, lidiando con el día a día, cuidándose de quién puede y jugándose la vida en las calles.
Hoy la inseguridad nos afecta a todos, de tan diversas e insospechadas maneras. Sin distinción. Al decente, al honrado, al asesino y al ladrón. Como dice el tango: en el mismo lodo, todos manoseados.
Pero aquí… ya es otra historia.