• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Si se parte de una premisa falsa, aunque en el trayecto del juicio lógico se incorporen algunas verdades, todas las conclusiones devendrán inválidas. Porque el cimiento de las demás proyecciones fue construido sobre una mentira original. Desde el momento inicial, toda la estructura del discurso queda contaminada por la pretensión de engañar, de presentar una versión alterada de la realidad mediante una intervención mañosa del lenguaje. Son los rescoldos de aquellas demagogias seductoras que despertaban las pasiones de los fanatismos neuróticos y que tenían –y tienen– un desenlace, como mínimo, de frustraciones. Y de tragedias detalladamente anotadas en los registros de la historia.

La pereza intelectual para ubicar y hojear un libro tampoco ya es obstáculo para bucear en la memoria de los pueblos y de la humanidad, porque el conocimiento hoy está a una tecla de distancia. Esa misma herramienta, la tecnología de uso dosificado, abre los canales para interpelar a la palabra mediante el cotejo con los hechos. Es cuando los humos artificiales y la neblina distractora se dispersan con la rapidez de la instantaneidad de las informaciones. Ni siquiera concede tiempo para dar cuerpo a las falaces estrategias, que son aplastadas por un ejército de datos fidedignos. Entonces, solo queda el recurso de la improvisación que anuncia el fracaso.

El gobierno de Mario Abdo Benítez es de frustración y de tragedia. Nació moralmente torcido cuando incorporó a su gabinete y círculo de colaboradores a personas de inescrupuloso pasado. Que han abusado del poder para su propia satisfacción material. Y demás placeres colaterales. Tampoco le importó al presidente de la República la incompetencia de algunos de sus ministros para ejecutar la misión de los cargos en que fueron asignados. Ausente la idoneidad intelectual y ética, la responsabilidad por los resultados fue apañada por la complicidad de los ojos del amo. Nos remitiremos a dos diagnósticos puntuales de aquellos primeros tiempos, y que ya subrayamos en artículos anteriores: la salud entró en terapia intensiva y la educación exhibía un cuadro de muerte cerebral. La única imperturbable era –y es– la corrupción, que cada día marcaba nuevos récords en su trote hacia la impunidad. Rebosante de vitalidad en plena pandemia. Soy consciente de que he martillado sobre estos mismos clavos en más de una oportunidad. Pero, a veces, es mejor sacrificar la originalidad para reforzar la claridad. Especialmente cuando los mismos episodios criticados acuden a su cita con el latrocinio con sistemática e impúdica puntualidad.

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La incompetencia acumulada derivó en tragedia. Y la tragedia sanitaria fue una nueva fuente de corrupción. No hubo capacidad ni imaginación para reformular una política de fracasos y revertir el agobiante ambiente. Un pueblo sorprendido, y con arraigo de nobleza y larga paciencia, aceptó la imposición de permanecer encerrado en sus casas o inquilinatos. En miles de casos en condiciones infrahumanas, agudizándose su situación de pobreza. El Congreso de la Nación le concedió al Poder Ejecutivo 1.600 millones de dólares para enfrentar la crisis, sanitaria y económica, del covid-19, de cuyo uso discrecional esperamos tener noticias alguna vez. Porque un año después, cuando el virus comenzó a multiplicar sus víctimas, los contagiados morían en los pasillos de los hospitales por falta de oxígeno o de camas en las unidades de terapia intensiva. Esta realidad de más de 15.500 fallecidos, hasta ahora, es minimizada con una insensibilidad inescrupulosa cuando los voceros del Gobierno evalúan los tres años de (mala) gestión de Mario Abdo. Es absolutamente comprensible que ocho de cada diez paraguayos hayan calificado con un aplazo sin segunda instancia a esta administración. Mientras, el jefe de Estado se regodea con los supuestos miles de kilómetros de ruta asfaltada que, hasta el momento, nadie pudo medir con exactitud. No hay detalles concretos, solo cifras tiradas al aire, cual fuegos de artificio, de parte del Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones.

Este gobierno es similar a la figura, o doctrina, jurídica del árbol envenenado. Ya lo explicamos al principio. Aunque se desgañiten promoviendo obras públicas, todas con sobrecostos y direccionadas, los frutos son amargos: aumento de la pobreza extrema, desocupación, miseria y quiebra de pequeñas y medianas empresas. Miles de muertes podrían haberse evitado con un gobierno competente, responsable y creativo. No hubo vacunas en el tiempo requerido. Y, cuando llegaron, fue mediante donaciones extranjeras. El Presidente nunca tuvo liderazgo. En el momento más crítico de la pandemia dejó al país a la deriva. Se refugió en un pusilánime silencio.

Quienes aprobaron la gestión de Mario Abdo fueron miembros de su entorno. Lo hicieron desde el confort del poder. Es fácil predicar a los pobres desde la comodidad de la abundancia. En el fondo, ni siquiera es una justificación del gobierno, sino una defensa de sus propios privilegios. Y no sería de extrañar que mañana se conviertan en sus más fieros detractores. Sin embargo, el tribunal ciudadano ha perdido la paciencia. Les ha identificado y sentenciado. Dentro de dos años les espera una larga –quizás, interminable– cuarentena. Vivirán prisioneros en sus dorados dominios por temor al público repudio ciudadano. Buen provecho.

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