• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Alguien reprodujo días atrás una frase del recordado catedrático y filósofo Adriano Irala Burgos, en la que reducía nuestra expresión político-cultural al maniqueísmo, un “esquema epistemológico que se ha apropiado del Paraguay”. Conmigo fue más sencillo en cuanto a la misma referencia. Empezaba a aporrear a la vieja Remington con más ímpetu que los recién conversos cuando me tocó entrevistarlo en esa su otra (o verdadera) casa: la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción. Con la indulgencia propia de los grandes maestros me explicó que el problema en nuestro país no era ideológico, sino cromático. De colores. Las líneas que nos separan estaban marcadas en azul y rojo. Y no por ideas. Lo que no invalidaba la presencia de extraordinarios pensadores en ambos partidos: el Nacional Republicano y el Liberal (tanto entre “cívicos” como “radicales”). Tampoco se ignora la aparición de otras organizaciones políticas, pero ninguna con el peso determinante, hasta hoy, de las que nacieron en 1887.

El maniqueísmo se funda en la dualidad irreductible entre el bien y el mal. Al asumir una posición se desacredita a todas las demás. Desde una perspectiva más simple, la que nos ofrece la Real Academia, esta lucha entre esos dos principios contrarios y eternos no acepta términos medios. En los últimos años esa actitud es la que impregna la política criolla y traspasa a gran parte del país. Dividida desde esta concepción, que nació teológica, y profundizada desde los aparatos mediáticos, la sociedad tiene enfrentados a “puros” e “impuros”, a “elegidos” y “despreciados”, a “cultos” y “bárbaros”. Esta formulación excluyente y capciosa, que ubica a todos los colorados detrás del muro del mal –sin opciones de redención–, suele estrellarse contra la realidad de los números electorales. Un sólido intelectual, que precisa ser redescubierto, el doctor Ignacio A. Pane, rebatía esta falacia con una argumentación que incluía la autocrítica: “Tocante a nuestros adversarios, no los creo réprobos a todos, ni a los malos, malos en absoluto. Ni tampoco juzgo a todos nosotros un coro de ángeles” (Convención del Partido Nacional Republicano del 25 de noviembre de 1918).

Esta línea demarcatoria entre los partidos históricos siempre resistió la colocación de alguna cuña permanente que pudiera abrirse como otra posibilidad electoral distinta, en condiciones reales de ganar. La experiencia de la Alianza Patriótica para el Cambio del 2008 no cuenta, atendiendo a que tuvo al Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) como su principal sostén. Y su disolución, dos años después, fue la muestra de su fracaso. No pudo sostenerse en el tiempo como proyecto político. La única concordancia programática fue la intención de derrotar al Partido Colorado. Conseguido el objetivo de la victoria, la segunda fase de la propuesta no pudo concretarse. Un juicio político, precedido de una tragedia, fue su abrupto final.

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Con la democracia desembarcó una generación que diferencia y maneja con claridad los conceptos ideológicos. Así se construyó una nueva izquierda, diferente a aquella que se ubica al otro extremo de la derecha, pero sin más fundamentos que la agitación y la diatriba. Aporta al debate doctrinario. No agota su discurso en la simple descalificación, sino que justifica sus ideas mediante el ejercicio de la reflexión, sin que ello implique estar de acuerdo con cada una de sus exposiciones, pues podemos rebatirlas mediante igual método.

Detrás del candidato de la alianza Juntos por Asunción, Eduardo Nakayama, se aglutinaron partidos de tendencia liberal y otros autodefinidos socialdemócratas. La idea de armar un bloque unificado para enfrentar al Partido Colorado tuvo fisuras: Asunción para Todos y el Frente Guasu. Aunque el propio Nakayama aclaró que el Frente Guasu no fue invitado por “incompatibilidad de ideas”, no pudo ocultar su molestia: “Lamento que las críticas no vayan dirigidas al adversario principal a vencer que es Óscar Rodríguez”. Tampoco del lado del dirigente comunitario Luis Narvaja hubo insinuación para algún acuerdo. En ambos casos, las decisiones fueron personales. Porque el FG no tuvo inconvenientes para desensillar a su candidato en Luque para que acompañe al del PLRA.

Y queda Johanna Ortega, resucitando Asunción para Todos, como la gran incógnita. Prefirió la coherencia con su proyecto que descabalgar a favor de cualquier otro. Aunque su ataque a la corrupción es una de las vértebras de su discurso, no dispara a discreción, porque la lucha no es contra “personas o colores”, puesto que, para ella, superando todo maniqueísmo, la simple alternancia no sirve si no se realiza un cambio radical de las viejas prácticas del poder.

En un ambiente donde los nuevos liderazgos son efímeros por falta de constancia, ante la primera frustración es difícil predecir cómo continuará su carrera. Por de pronto, los grandes medios de comunicación que arremeten con furia contra el candidato colorado y apoyan a Nakayama han optado por invisibilizarla. Pero tengo la impresión de que ya ha plantado bandera y marcado territorio. Es un buen comienzo. Buen provecho.

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