El evangelio de este domingo nos presenta un momento muy importante de la vida de Jesús: su retorno a la ciudad donde había vivido con sus padres y donde estaban todos sus parientes. En el capítulo anterior Marcos ya nos dijo que sus parientes habían ido a Cafarnaúm con la intención de llevarlo a casa, pues creían que Él no estaba bien mentalmente.

Estos dos eventos nos manifiestan lo difícil que fue para las personas más cercanas a Jesús aceptar el misterio de su vida. Esto nos revela en primer lugar que Jesús, antes de iniciar su ministerio público, era una persona completamente inmersa en lo común de la vida. Jesús no fue un niño diferente de los otros. No fue un joven especial. Ciertamente él vivió todo el tiempo de su vida allí con sus padres, frecuentaba la Sinagoga, trabajaba con José en la carpintería. Suposiciones esotéricas de que Jesús habría estado fuera de Palestina, para ser iniciado en “cosas raras”, son completamente desconocidas del relato evangélico.

El gran problema fue que consideraron a Jesús igual a todos los demás de Nazaret, ellos no eran capaces de darse cuenta de que el mismo Jesús que ellos conocían era el propio Dios en medio de ellos. En los otros pueblos donde El predicaba, muchos creían en él, muchos fueron sanados, muchos se convirtieron y quisieron seguirlo, pero en Nazaret esto no sucedió. El hecho de que estaban acostumbrados a verlo en el cotidiano les hizo ciegos e incapaces de reconocerlo. Y así, Jesús no pudo hacer milagros en medio a ellos.

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Aún hoy existen muchas personas que escuchan su Palabra, otros hasta participan de la misa, reciben el sacramento de su cuerpo, pero no creen verdaderamente en la divinidad de Jesús. Muchos piensan en Jesús solamente como un gran hombre, otros, máximo como un espíritu iluminado, pero se resisten a creer que él es realmente el Hijo de Dios vivo, el Dios que se hizo carne y que continúa actuando en los sacramentos de la Iglesia.

Aún hoy Jesús continúa admirándose con incredulidad de muchos que hasta se llaman cristianos. Y es por eso que aún hoy él no puede hacer muchos milagros. Es por eso que muchos, aun estando en contacto con Jesús, no son transformados en sus vidas.

Es verdad que es muy importante comprender y aceptar la humanidad de Jesús. Tenerlo como un amigo muy cercano a nosotros, que nos entiende como somos. Pero si nos olvidamos de que él es también Dios, reducimos muchísimo su posibilidad de acción en nuestras vidas. No podemos reducir el ser de Jesús a un simple amigo como los demás que tenemos. Es verdad que él es nuestro gran amigo, pero es siempre un Dios-amigo, un Dios-hermano. Es siempre alguien que ama y enseña a amar. Él nos escucha, pero tiene algo muy importante que decirnos y no será jamás cómplice en nuestras maldades. Y espera ser aceptado no sólo en su igualdad con nosotros, sino también ser creído en su infinita diferencia. Él es hombre como nosotros, pero nos supera infinitamente, pues es nuestro Dios-salvador.

Señor Jesús, danos la fe. Ayúdanos a creer firmemente que tú eres nuestro redentor. Ayúdanos para que, como miembros de tu nuevo pueblo, la Iglesia, podamos creer en tu poder, en tu palabra, en tu presencia salvadora, y así en medio de nosotros tú puedas realizar muchas maravillas.

El Señor te bendiga y te guarde,

el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

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