EL PODER DE LA CONCIENCIA

Encorvada sobre su pedestal de madera rústica, la ennegrecida virgencita mira el infinito y guarda historias de lugares que los jóvenes de hoy ni siquiera imaginan.

Como en una película, con un poco de esfuerzo podemos imaginar un cuarto en penumbras, de ventanas tapiadas, en el que el silencio esconde a varios niños. Ellos tienen surcos en las mejillas polvorientas, producto de las lágrimas. La madre los calma una vez más porque están aterrados. Todos han oído sobre lo que les hacen los moros a los enemigos, sean soldados o chicos como ellos.

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Es el norte de África, en la ciudad española de Melilla, donde las tribus del Rif se han levantado en armas contra la autoridad colonial. Allí, los hijos del comandante Félix Repollés Pallarés elevan plegarias por su padre que está en batalla. Él les ha pedido valor y ellos no lo defraudarán jamás. Confían en él.

Con un fósforo, la madre rompe la oscuridad y enciende una vela pequeña, que rodea con naipes para ocultar la luz que pudiera llamar a los francotiradores rifeños escondidos fuera. La Virgencita del Pilar, hecha de plata, ilumina el alma de los pequeños y les llena de paz.

Muchas veces han orado juntos, arrodillados, y ella siempre ha cumplido. La madre les cuenta sobre la abuela, les recuerda cómo la anciana le encargó la reliquia familiar antes de embarcar hacia Melilla, para que los protegiera. Afuera, los disparos se intensifican.

La mañana del 28 de mayo de 1923 llega el parte de los oficiales del Grupo de Fuerzas Regulares Melilla, 2 muertos en combate. El comandante Repollés ha dado la vida por sus hijos, pero no ha retrocedido en la acción de Buhafora. Años después, la patria le honraría con el nombre de una calle de Zaragoza, pero antes dos de sus hijas harían las américas y las otras retornarían a la Península.

Doña Eva, como la conocían en el barrio Jara de Asunción, vivió sus últimos 50 años en Paraguay, donde se casó y formó familia; en tanto que su hermana Julia hacía lo propio en Buenos Aires.

De tanto en tanto, Eva contaba las anécdotas de las proezas atléticas de su padre el comandante, de cómo era capaz de nadar con las manos atadas a las espaldas o de cuando había derramado el último sorbo de agua que le quedaba en la cantimplora –en pleno desierto– para demostrarles a sus soldados que él no necesitaba de privilegios para seguir adelante. Era un militar que predicaba con el ejemplo, y su valentía y honestidad eran correspondidas por sus hombres.

Eva se preguntaba qué pensaría don Félix –como sus hijos lo llamaban familiarmente– acerca de las costumbres de este país al que ella había recalado y del que no entendía tantas actitudes sociales.

Durante toda su vida mantuvo comunicación con sus hermanas en España, sobre todo con Carmela y Pilar. Cada mes depositaba una carta en la casa de don Juancito, que era el correo oficial del barrio, y la misiva tardaba 15 días en llegar y otros 15 días en ser respondida. ¡Cuánto habría cambiado la vida de doña Eva con un smartphone!

De costumbres conservadoras, doña Eva no faltaba a misa los domingos. Antes de las 17:00, religiosamente iba a confesarse a la iglesia del Espíritu Santo para poder comulgar. Luego retornaba a su casa y encendía una velita a su Virgencita del Pilar, la misma que la abuela le había encomendado a su madre y esta de nuevo a ella en la travesía que iniciaba hacia América, con su hermana.

Pero desde que murió Eva, la virgencita quedó en el olvido. Ya no reluce la plata, la corona se mantiene gracias a un pegamento añejo y una empleada la ha dejado caer y se ha doblado. Por poco no termina en el basurero.

Sin embargo, ese pequeño tesoro de aspecto pobre guarda cientos de preguntas que doña Eva le hubiera hecho con ansias al comandante, si aún vivieran.

¿Cómo es posible que el incompetente hijo de un secretario de la Presidencia de una dictadura, que fuera objeto de las mayores burlas de su época, pudiera regir nuevamente la suerte de todo un país?

En vísperas del Día del Padre, le preguntaría al comandante si era verdad que un obispo que embarazaba menores y negaba su apellido a sus vástagos fuera capaz de cambiar a la Iglesia por la política y servirse de ella en provecho propio con la mentira y el engaño como soportes.

En vísperas de elecciones también preguntaría cómo los hombres de esa Iglesia permitían que los candidatos regalasen bebidas alcohólicas y dinero a niños a cambio de votos o alimentos que les correspondían como ayuda a las familias más vulnerables fueran un trueque para llenar urnas.

¿Qué clase de política era esa? ¿Qué clase de democracia era esa en la que el presidente de un partido que no rendía cuentas a nadie se proclamaba candidato perpétuo sin que los afiliados pudieran apartarlo?

¿Por qué los comerciantes seguían pagando tantos impuestos para que los gobernantes de turno despilfarrasen el dinero en campañas, en dádivas, en sobornos, para mantenerse en el cargo en lugar de dar respuesta a la salud pública y a la educación?

Tal vez porque ni uno solo de ellos tuvo que arrodillarse a pedir por su padre en ese cuarto alumbrado por la velita cercada de naipes.

¿Qué clase de padres son estos que enseñan con el ejemplo de la corrupción? ¿Acaso alguno, a pesar de la sed volcaría su propia agua para que los demás no sintieran envidia? No.

¿Qué clase de padres serán esos hijos que ven como algo normal que sus padres ostentan delante del hambre? Afuera hace frío y hay niños mendigos que se drogan con cola de zapatero mientras otros pasan al lado con la mirada fija en la pantalla de los celulares.

Mañana es el Día del Padre. En algún lugar de este bendito país una pequeña reliquia descansa del paso del tiempo. Ella recuerda la súplica de unos niños en Melilla y también sus reclamos al recibir el parte luctuoso.

Han pasado casi cien años y sobre su diminuta mejilla polvorienta aparece un surco como el de una lágrima derramada, pero eso es imposible. El que la observa con atención diría que hasta sonríe.

Tal vez sea así. Fue a ella a quien el comandante, en su último aliento, encomendó a su familia. Y ella cumplió como él se lo pidiera. Es que el ejemplo de esa clase de padres deben prevalecer, no el de esos que compran votos y juegan con el hambre.

Feliz Día del Padre, don Félix.

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