Mis hijos pequeños me han enseñado muchas cosas en cuanto a la naturaleza humana y lo que la Biblia enseña sobre ella. Aunque aún son niños, en ciertas maneras ya demuestran actitudes que, de no ser corregidas, podrían crearles y crear problemas a ellos mismos y a los demás en su edad adulta.

Los amo y trato de darles lo mejor que puedo. Todas las decisiones que tomo para con ellos son pensando en lo mejor, en lo que puedan aprovechar más para crecer, aprender y madurar para enfrentar la vida. Pero ellos, la mayoría de las veces, no lo entienden así.

Por ejemplo, cada tanto los llevo al lugar que ellos quieran, pueden ser parques, lugares de entretenimiento, a hacer algún deporte o al shopping a comer algo y llevarlos al cine. Por supuesto que esto va acompañado de alguna comida, dulces o helados que ellos quieran consumir. En el cine les compro los infaltables pororo con una bebida.

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Al salir, nuevamente, jugamos un rato o merendamos. Les doy todo lo que desean y, al último, ya yendo hacia la casa, me piden un helado más; les digo que ya comieron suficiente, que ya se divirtieron mucho,y que es hora de regresar. Empiezan a insistir que quieren algo más, hasta que lloran y, por lo general, termina la jornada con un descontento de ellos hacia mí, por no haberles dado lo que querían. Me hacen sentir como que los defraudé y se sienten insatisfechos por no haber llenado sus necesidades. Les di todo lo que quisieron e incluso más, pero, aparentemente, como a casi todos los niños, nada los satisface.

Veo en muchos adultos las mismas actitudes que los niños hacia el Dios en quien dicen confiar. Piden algo y reciben mucho más de lo que pidieron, creyeron o merecieron. Ellos mismos lo reconocen. Dicen que Dios les ha dado salud, techo, comida, familia, afectos, trabajo, perdón, oportunidad, restauración, amor y, por sobre todas las cosas, la salvación, pero, cuando piden en oración algo que no reciben, desde cosas no tan urgentes hasta cosas que sí, se enojan contra Dios de tal manera que, así como mis pequeños hijos, da la impresión de que nunca recibieron nada de Él.

¿Dónde está Dios ahora?, ¿Por qué permite esto?, ¿Por qué no me da lo que pido si esa es su promesa? (aunque muchas promesas sean quitadas de contexto). Se hacen estas preguntas en tono de queja y malestar, demostrando así una falta de fe y una actitud infantil que dista mucho de un verdadero carácter cristiano maduro.

Es notable ver cómo gente de fe que tiene verdaderas necesidades (en cualquier área y a veces en todas) tienen una actitud mucho más agradecida que la de aquellos que tienen lo básico, y mucho más, para vivir dignamente y desarrollarse. A muchos creyentes quejosos les falta, aparentemente, problemas reales y situaciones que los hagan madurar. Dios no es un malcriador de sus hijos, y Él no nos va a dar aquello que no necesitemos o que Él, en su providencia y soberanía, no nos quiera dar en este momento.

El Señor dice en su Palabra que “todo ayuda a bien a los que le aman” (Ro 8.28) y que nuestra confianza radica en que, si “pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Jn. 5.14), y debemos de entender que su voluntad es “buena, agradable y perfecta” (Ro. 12.2).

Vivimos en una sociedad sumamente consumista, que nos convence de que necesitamos más de lo que realmente precisamos, y esto nos vuelve insatisfechos, ingratos y malagradecidos con todas las bendiciones que Dios nos da.

Alguien dijo una vez: “Rico no es el que tiene más sino el que necesita menos”, y sí, es lo que dice el Señor: “Porque gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Tim. 6.6).

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