DESDE MI MUNDO
- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Las abultadas deudas sociales son, casi siempre, el origen de las movilizaciones populares en Latinoamérica, principalmente en nuestra región. Acumuladas durante décadas, una nueva carga sobre las espaldas de las clases económicamente más desprotegidas suele ser el elemento motivador. Como si el barril cargado de necesidades, impotencia y frustraciones solo estuviera esperando esa chispa. Entonces, la resignación se transforma en ira y gana las calles. La muchedumbre, sin ningún liderazgo visible, aunque con un objetivo claro, no puede evitar la presencia de vándalos infiltrados con la correspondiente respuesta represiva de los órganos de seguridad. La brutalidad policial, a veces militar, no distingue entre pacíficos y violentos, generando un cuadro de hostilidades que encadena muertes.
Los sectores reaccionarios, desde sus casas, o peor, desde otros países, agitan el repetido recurso de la “izquierda radical” o el “marxismo cultural”, tratando de deslegitimar las demandas ciudadanas y desacreditar las marchas. En un análisis ideológicamente manipulado se exponen las consecuencias de las manifestaciones, ignorando las causas que las motivaron. Por lo general, esa nueva carga que abulta antiguas deudas son medidas económicas de orientación neoliberal, empobreciendo más aún a los sectores ya empobrecidos y empujando a otros segmentos hacia la pobreza. Los estallidos sociales encuentran en esas razones su justificación, aunque desde la cresta de los privilegios y los fanatismos se pretenda impugnarlos.
Chile, Ecuador y Colombia sintieron los temblores de los pasos multitudinarios que exigían el fin de la inequidad social, las injusticias y la corrupción. Y sus respectivos presidentes tuvieron que retirar sus medidas económicas impopulares para, luego, convocar a una mesa de concertación y de diálogo. Así lo hicieron, sucesivamente, Sebastián Piñera, Lenín Moreno (ahora ya casi ex) e Iván Duque. Claro, como venimos repitiendo, una mesa de negociaciones calzada con cadáveres. Nosotros tuvimos una ráfaga que apenas sirvió para cambiar algunos ministros, pero con un sistema de salud que continúa en estado catastrófico. El índice de fallecidos por el covid-19 alcanza récords diarios. Y las vacunas llegan a cuentagotas.
Aunque hoy es Colombia la que acapara la atención y los titulares, la actual convulsión social es la secuela de otras movilizaciones. Ya en noviembre del 2019 el llamado Paro Nacional reunió a estudiantes, sindicatos de trabajadores y diversas organizaciones sociales que protestaron contra “las políticas económicas y sociales” del gobierno. Los reclamos continuaron hasta febrero del 2020. Pero Duque solo aminoró la marcha. En mayo de este año volvió con una nueva política tributaria “siguiendo los lineamientos del Fondo Monetario Internacional (FMI)”, en especial el manual de su director para el Hemisferio Occidental: “La reforma mejora la equidad y asegura la recuperación”. El proyecto, de acuerdo con las informaciones difundidas al respecto, era un paquete que incluía, entre otras cosas, gravar la canasta familiar y los servicios públicos básicos con el Impuesto al Valor Agregado (IVA). Aunque la propuesta ya fue retirada, y cambiado el ministro de Hacienda, se pagó el alto tributo de casi cincuenta vidas.
Colombia está todavía muy lejos de los avances conseguidos en Chile. En este último país los conflictos empezaron con el aumento de las tarifas en el transporte público, provocando que los estudiantes realizaran los denominados “actos de evasión masiva” en el Metro de Santiago, consistente en evadir los mecanismos y controles del pago de pasajes. Era el detonante de históricas y profundas desigualdades sociales, reconocidas incluso por el propio presidente Piñera: “He escuchado con humildad y con mucha atención la voz de mis compatriotas y no tendré miedo a seguir escuchando esa voz porque así se construyen las democracias”. El proceso de pacificación incorporó el llamado a elecciones para la reforma de la Constitución aprobada en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet. Previamente, en octubre del año pasado, tuvo lugar el plebiscito en que la opción “Apruebo” obtuvo el 78,3% de los votos.
La elección de los convencionales realizada el pasado fin de semana fue interpretada por el diario español El País como el entierro de los partidos chilenos de la transición a la democracia. Los independientes tendrán 48 miembros del total de 155, quedando el oficialismo con solo 37; mientras que “la lista moderada de la oposición apenas obtuvo 25 escaños” y fue sobrepasada por la izquierda. De nuevo fue Piñera el primero en asimilar el golpe: “La ciudadanía nos ha enviado un claro y fuerte mensaje, tanto al gobierno como a todas las fuerzas políticas tradicionales, no estamos sintonizando adecuadamente con sus demandas y anhelos”.
Chile, la tierra de Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Salvador Allende, Violeta Parra y Víctor Jara, nos está demostrando que es posible trasponer los umbrales de la democracia meramente electoral y acceder a una “plena democracia de ciudadanas y ciudadanos”. De los buenos ejemplos, alguna vez, también deberíamos aprender. Buen provecho.