• Por Aníbal Saucedo Rodas

En política el derecho a candidatarse para cualquier cargo no es privativo de nadie. Obviamente, siempre y cuando no se posea impedimentos legales o inhabilidades. Como sociedad se puede cuestionar, condenar y hasta aborrecer la repetición obstinada de los mismos rostros, la contaminación del espectro mediático con las mismas voces y la calcada monotonía de los discursos anodinos, pero es imposible, o como mínimo difícil, excluirlos del circuito electoral o de la vida partidaria por el simple deseo individual o colectivo. No existe más opción que participar y forzar la renovación de los liderazgos, aunque no siempre lo nuevo conlleva la infalibilidad del cambio. Algunos llegaron para perfeccionar los vicios de los más antiguos. Otros tratan de sobrevivir en medio de una manada de tiburones.

Parte de ese enjambre, naturalmente, es la oposición. Y como toda oposición, viene impulsada por el objetivo de acceder al poder. Para ello tiene que desalojar, con la legitimidad de los votos, al adversario que tiene rango de gobierno en ese momento. Bajando al campo de lo concreto, el enemigo –porque le dieron ese estatus– a derrotar es el Partido Colorado. Con una consigna orientada hacia una “ANR nunca más”. Pero la alternancia, igual que la exclusión de los viejos rostros de la política, no se construye con simples deseos. Hay que articular estrategias, acuerdos, alianzas y concertaciones. Implica hacer renunciamientos, abandonar aspiraciones personales, aceptar el lugar que le toca a cada uno en la abigarrada estructura y, hasta, participar activamente desde afuera, si se diera el caso. Todos estos requisitos se cumplieron para la victoria de Fernando Lugo en el 2008.

Ahora, lo que la oposición debería analizar con criterios de racionalidad es por qué fracasó la Alianza Patriótica para el Cambio. Pareciera una contradicción calificar de fracaso al proyecto que puso fin a la larga hegemonía política del Partido Nacional Republicano. Pero no lo es. Porque el éxito electoral tuvo un final abrupto con la destitución de Fernando Lugo, con el apoyo determinante de sus antiguos aliados. Y, además, porque, y he ahí la médula de la cuestión, no fue capaz de sostenerse en el tiempo para continuar siendo gobierno.

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Ya en aquella época, 2008, se había decretado, igual que ahora, la defunción del Partido Colorado. Sin posibilidades de resurrección a los cinco años. Uno de los hermanos del presidente, el recientemente fallecido Pompeyo Lugo, constituyó una Junta de Gobierno paralela. Mientras, el mandatario se reunía con “colorados tibios” (reseñas periodísticas de la época), decidido a consolidar un bloque de republicanos luguistas para debilitar, de alguna manera, a las asociaciones históricas (incluía a los liberales) “de cara a las elecciones del 2013”. El 20 de abril del 2010 se confirma esa tesis, cuando el propio Fernando Lugo anuncia que “los partidos progresistas marcarán el futuro de nuestro país”, al tiempo de sentenciar como verdad revelada, evocando su época de obispo, la muerte de los “partidos tradicionales que hoy lloran por la leche derramada”. En consonancia con esas pretensiones, los senadores Sixto Pereira y Carlos Filizzola, en junio del 2011, habían desplegado una campaña a favor de la reelección presidencial por la vía de la enmienda, bajo la figura de la “iniciativa popular”.

Lugo rápidamente había olvidado que llegó al poder en alianza con el Partido Liberal Radical Auténtico que, en una convención, decidió aceptar la Vicepresidencia, cuyo candidato saldría de unas internas. Gana Federico Franco, aunque su oponente Carlos Mateo Balmelli denuncia fraude. Se confirma el resultado y el perdedor tuvo que conformarse con la dirección general de Itaipú. El conflicto interno dentro de la nueva administración empezó temprano. En setiembre del 2008 el ministro de Hacienda, Dionisio Borda, era increpado duramente por su colega de Agricultura y Ganadería, Cándido Vera Bejarano, por la no liberación de fondos para créditos y compra se semillas a los agricultores. El entonces presidente marcó ese día el itinerario de su conducta: “¿Qué discusión era?” respondió a la prensa. Ese carácter irresoluto fue, también, el presagio de su final. Ah, en un encuentro con sus partidarios, autodefinidos como de “izquierda”, se lanzó la urgencia de “barrer con el Congreso y desmantelar el Poder Judicial”.

El ministro del Interior, Rafael Filizzola, en enero del 2009, negaba el surgimiento de grupos guerrilleros después del ataque a un puesto militar en Tacuatí, San Pedro. “Son delincuentes comunes”, aseguró el secretario de Estado. Y añadía: “En Paraguay no tenemos la situación que existen en otros países (…) acá tenemos bandas de maleantes que roban y se reúnen para cometer delitos”. El presidente, en tanto, describía al Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) como “grupo político”. Este mismo Filizzola (porque tenemos dos), en junio del 2012, ya ex ministro, acusaba al propio Lugo, a Sixto Pereira y a José Ledesma (“Pakova”) por haber alentado a grupos violentos “por oportunismo político”, y que tuvo su trágico desenlace en Curuguaty. Solo son apuntes para la reflexión. Veremos más en próximos artículos.

Por último, y a manera de anécdota, para la cena de fin de año del 2009 el menú presidencial consistía en salmón ahumado, caviar rojo y negro, camaroncitos, huevos de codorniz, medallones de carne vacuna y porcina, a más de champán y vinos de precios inaccesibles para las huestes proletarias. Ante tamaña tentación cualquiera diría: ¡Buen provecho!

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